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La abuela tiene dificultad para andar y me confía con placer a esas señoras que me acogen siempre con gran amabilidad. Genoveva y Petra son, como Francisca, de mis más antiguas amigas, y, como yo, son aiglemontesas de nacimiento. Genoveva nuestra decana, frisa en los veintiocho años. Es una morenita delgada y esbelta, de facciones acentuadas y dulces al mismo tiempo.

Lo demás, lo que se refería a la esbeltez, lo había hecho la raza, decía doña Anuncia, que se picaba de esbelta, porque era delgada.

Tomé la sábana más delgada que pude encontrar y la extendí sobre ella en lugar de la frazada; pero eso no le procuró ningún alivio. Gritaba y hablaba sin interrupción y de vez en cuando marmoteaba con volubilidad, como una persona que estudia una lección a media voz. Así transcurrió como una hora.

Adquirió una bañera de plata sobredorada, y, seis veces al día, introducíala en ella y la mantenía pacientemente sumergida en sendos baños de leche, de vino de Borgoña, de caldo substancioso y hasta de salsa de tomates. ¡Trabajo perdido! la enferma salía del baño tan pálida y delgada y en estado tan deplorable como estaba antes de entrar.

Al lado de ella, en una butaquita, estaba otra señora, que formaba contraste con ella; morena, delgada, menuda, de extraordinaria movilidad, lo mismo en sus ojillos penetrantes que en toda su figura. Era la marquesa de Alcudia, de la primer nobleza de España.

El espectáculo que ofrecían los Harvey, padre é hijos, en América, conducidos por aquella morenilla delgada y débil, era sumamente curioso. En la cabeza de miss Maud había muchas más ideas de las que podían producir los cerebros de sus hermanos. La voluntad de la muchacha, matizada con una nerviosidad debida al perfeccionamiento do la raza, recordaba la tenacidad de su padre.

Su tez blanca tenía una palidez, una frialdad de colorido que delataba la vida en la sombra, la ausencia de toda emoción; sus ojos se abrían mal, como si despertaran de un largo sueño; no era ni alta ni pequeña, ni delgada ni gruesa; con un talle indeciso que necesitaba definirse y formarse; se le decía ya que era muy bonita y yo lo repetía de buena voluntad sin fijarme y sin creerlo.

Y en verdad que parecía sacrilegio tocar en aquel cuerpo, prodigio de hermosura y elegancia. María no poseía aún, ni era de presumir que poseyera nunca, atento su temperamento, la plenitud de la forma femenina. Era un poco delgada para que pudiera servir de modelo a un escultor.

Esta era delgada, flexible como un mimbre y lucía más que la Tiplona en las fioriture; pero como voz y como carnes y buena presencia, no había comparación.

Pero acaso fuesen éstas vanas cavilaciones, y quizás soñaba también al imaginarse que, a la mesa, don Pedro seguía continuamente la dirección de sus ojos y acechaba sus movimientos. Esto le fatigaba tanto más cuanto que un irresistible anhelo le obligaba a mirar a Nucha muy a menudo, reparando a hurtadillas si estaba más delgada, si comía con buen apetito, si se notaba algo nuevo en sus muñecas.