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Fernanda también la contemplaba con vivo interés, con una intensa curiosidad que le hacía abrir extremadamente los ojos. Josefina tenía seis años, la tez nacarada, los ojos de una dulzura infinita, azules y melancólicos; algo de triste y enfermizo en toda su diminuta persona. El parecido con el conde saltaba a la vista. Cuando la niña le dejó, los ojos de aquél chocaron con los de Fernanda.

En nada se diferencian estos naturales de los Moxos y Cayuvavas; su tez, sus formas y facciones son totalmente idénticas; diriase solamente que su fisonomía está revestida de alguna mas seriedad.

No era tostado, ni descolorido, ni encendido tampoco; de todo tenía, pero con su cuenta y razón, y allí donde convenía que lo tuviese. La mocedad, la sangre rica, el aire libre, las amorosas caricias del sol, habíanse dado la mano para crear la coloración magnífica de aquella tez plebeya.

y si el amor que fué suyo asesina su esperanza, se revuelve brava y fuerte como en busca de venganza y sabe morir y muere por la quimera divina... ¿Es hermosa? ; es hermosa. Al mirar su tez morena, siento la embriaguez sagrada que produce la ternura, y en mi deliquio la veo como lánguida sirena cuando en la paz de los mares tristes canciones murmura.

Para concluir el imperfecto retrato de aquella visión divina que dejó desconcertada y como muerta a la pobre Nela, diremos que su tez era de ese color de rosa tostado, o más bien moreno encendido que forma como un rubor delicioso en el rostro de aquellas divinas imágenes, ante las cuales se extasían lo mismo los siglos devotos que los impíos.

Y cuenta que de algún tiempo acá, el señor Rosendo no fabricaba barquillos sino en casos de gran necesidad, porque el fuego le inyectaba la tez, le arrebataba y sofocaba todo. Pero allí estaba Chinto para dar vueltas a la noria, y ser panacea universal de los males domésticos y comodín servible y aplicable a cuanto se ofreciese.

Un rayo de sol vergonzante rompía las pardas nubes, y recortaba sobre el fondo obscuro la cabeza linfática, rubia, la tez pecosa, las facciones delicadas, pero no exentas de rasgos característicos, del mancebo.

A pesar del aplomo de buen género que creía Josefinita poseer, se vieron a la claridad del gas sus ojos preñados de lágrimas de orgullo y su tez encendida, como si la abofeteasen. Dijo un seco «adiós» a Clara y Lola; a Baltasar y a doña Dolores ni palabra.

Las dos hermanas guardaban bastante semejanza; los mismos ojos de un azul claro, nada bellos, el mismo color de tez y los mismos cabellos rubios cenicientos. Ramoncita, no obstante, estaba muy ajada y representaba bien unos treinta años, mientras Pepita no pasaría de veinte. Venga usted acá me dijo ésta. Voy a presentarle a mi otra hermana... ¡Joaquinita!... ¡Joaquinita! comenzó a llamar.

»Pálido, delgado, la tez morena, la frente arrugada, Teobaldo, que apenas contaba veinte años, parecía rayar ya en los cuarenta; pero en cambio era de los hombres más instruidos de Italia en historia y en teología, y conocía a la perfección muchas lenguas.