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¿Pero a usted qué le importa?... Deje al Sr. de Ponte Delgado que me ponga los motes que quiera.

En el primer tercio del siglo XVI, y en un convento de frailes franciscanos, situado no lejos de la ciudad de Sevilla, casi en la margen del Guadalquivir y en soledad amena, vivía un buen religioso profeso, llamado Fray Miguel de Zuheros, probablemente porque era natural de la enriscada y pequeña villa de dicho nombre. No era el Padre alto ni bajo, ni delgado ni grueso.

Una vez templada, la señorita de Delgado declaró terminantemente que no cantaría porque no se acordaba de nada. La tertulia se conmovió profundamente y trató con reiteradas súplicas de infundirle un recuerdo fresco de alguna preciosa melodía. Mas como la cantante no abandonaba el instrumento y seguía haciéndole sonar dulcemente, volvieron todos a guardar silencio y a esperar con ansia la canción.

Un hombre alto y delgado rompía el hielo con el extremo de la lanza, mientras su caballejo bebía, con el cuello estirado y las crines caídas, en forma de barba, sobre la cara. Otros, que habían echado pie a tierra, separaban la nieve y señalaban al bosque, como manifestando que era aquél un buen sitio para establecer el campamento.

Lleva en la mano un libro delgado; de cuando en cuando se para bajo una luz y lee un poco; otras veces se dirige a un carpintero que da fuertes martillazos y le dice: No, ese árbol no debe ir aquí. ¿No comprende usted que colocar un árbol aquí es un absurdo? El carpintero no comprende que colocar un árbol allí es un absurdo, pero lo coloca en otra parte; lo mismo le da a él.

Pero la traviesa criada se apresuró a tranquilizarla, diciéndole que aquel no era cadáver, como de su aspecto lastimoso podía colegirse, sino enfermo gravísimo, el propio D. Frasquito Ponte Delgado, natural de Algeciras, a quien había encontrado en la calle; y sin meterse en más explicaciones del inaudito suceso, acudió a confortar el atribulado espíritu de Doña Paca con la fausta noticia de que llevaba en su bolso nueve duros y pico, suma bastante para atender al compromiso más urgente, y poder respirar durante algunos días.

Esta mirada anunciaba la vitalidad de su espíritu, sostenido á pesar del deterioro del cuerpo, el cual era inclinado hacia adelante, delgado y de poca talla. Sus manos eran muy flacas, pudiéndose contar en ellas las venas y los nervios; los dedos parecían, por lo angulosos y puntiagudos, garras de pájaro rapaz.

Ella, siempre me llamaba «el encanijado». Yo sonreía sin escandalizarme. «El encanijado» era efectivamente el nombre que me daban en casa, por ser delgado, entrar en todas partes con el pie derecho, asustarme de los ratones, tener en la cabecera de mi cama una estampa de Nuestra Señora de los Dolores, que perteneció a mi madre, y andar un tanto corcovado.

Maltrana besó aquel hermano inesperado que de repente surgía en su familia; vio en el lío de ropas mojadas y malolientes una cabeza enorme sobre un cuello delgado; un cuerpecillo débil que anunciaba una fealdad igual a la suya. Desde entonces dividió sus caricias entre el chiquitín y el pobre Capitán, que parecía celoso de este huésped que monopolizaba todas las atenciones de la familia.

Todo se hallaba, pues, en el mismo estado que antes de la batalla, con la diferencia de que los cañones enemigos iban a entrar en juego y a coger a los defensores por la espalda. Se veían claramente las dos piezas, los grapones, las palancas, los escobillones, los artilleros y el oficial: un individuo delgado, ancho de espaldas, de largos bigotes rubios.