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Sus virtudes pastorales fueron de acuerdo con su política y se vio su caridad en el socorro de los enfermos en la peste del año 1651, y sus limosnas con los pobres fueron estraordinarias: como obras debidas a su piedad citaremos la renovación de su convento del Olivar, la fundación del Colegio de San Pedro Nolasco para los estudios de los religiosos de la provincia, y el convento de Capuchinas de Zaragoza débele toda su perfección: casi en vísperas de perder para siempre la salud, marchó a Juslibol, pueblo cercano a Zaragoza y construyó de su bolsillo varias casas sobre cuyas puertas se lee el nombre de su fundador: murió en el mismo pueblo el día 27 de Diciembre de 1662, dejando dispuesto que su corazón se llevase a su Iglesia de Perales y su cadáver fuera enterrado en la Iglesia de las Capuchinas.

El autor, cuyo nombre no había tenido tiempo de penetrar muy hondo en la memoria de la gente que lee, ocupaba con honor un puesto de mediano rango en la literatura política de quince años atrás. Ninguna publicación más reciente me había hecho saber que vivía y escribía aún.

Felipe III leyó la cabeza y la firma: «¡A don Rodrigo Calderón! ¡El duque de UcedaLee, lee... y juzga. «Mi buen amigo: Es necesario que se den las alcabalas de Sevilla á Juan de Villalpando. Ya le conocéis. Es un hombre muy á propósito para nuestros proyectos. No os olvidéis que para acabar con el duque de Lerma...»

Al lado del sepulcro hay un altar de Nuestra Señora, donación en vida de tan piadoso caballero, y sobre él el retrato del mismo Infante, pintado por un artista hábil, por orden de su hermano D. Enrique. En una carta de los frailes de Batalha á Fr. Debajo de la estatua se lee: «Sanctus princeps Ferdinandus Infans Lusitaniæ Obiit Fessæ apud Mauros Obses A.D.M.CCCCXLIII. V Junii

En oposición a éste, Zárate y otros cronistas dicen que Pizarro sólo sabía hacer dos rúbricas, y que en medio de ellas, el secretario ponía estas palabras: El marqués Francisco Pizarro. Los documentos que de Pizarro he visto en la Biblioteca de Lima, sección de manuscritos, tienen todos las dos rúbricas. En unos se lee Franxº. Piçarro, y en muy pocos El marqués.

Es cosa muy cargante para el historiador verse obligado a hacer mención de muchos pormenores y circunstancias enteramente pueriles, y que más bien han de excitar el desdén que la curiosidad del que lee, pues aunque luego resulte que estas nimiedades tienen su engranaje efectivo en la máquina de los acontecimientos, no por esto parecen dignas de que se las traiga a cuento en una relación verídica y grave.

Lea mi Meditación sobre el dinero como quien lee un libro de cocina cuando tiene hambre, y hallará en mi Meditación algún consuelo y alivio.

Belarmino, con gesto resignado e indiferente, lo abre y lo lee. Pero, apenas lo lee, se pone blanco. Una lágrima palpita en el borde de sus pestañas. Se pasa una mano por la frente. ¿Sueño? ¿Estoy soñando? Yo, ¿soy yo? No me facturan las beligerancias, la inquisición, el pongo y quito de los comensales. Resurréxit. Aleluya.

Por eso no le digo nada. ¡Qué he de decirle yo, pobre gorrión del Señor, a usted que lee y sabe tanto!... No puedo hacer otra cosa que rezar por la salud de su alma, y crea que más de una parte de rosario le llevo dedicada.

Sobre ellas asienta á modo de cimacio una imposta de donde arranca el arco, y en ella se lée en caractéres cúficos de oro sobre fondo encarnado una inscripcion partida en tres cenefas ó listones.