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Era de trato muy amable y cultísimo, de conversación insustancial y amena, capaz de hacer sobre cualquier asunto, por extraño que fuese a su entender oficinesco, una observación paradójica. Había pasado toda su vida al retortero de los hombres políticos, y tenía conocimientos prolijos de la historia contemporánea, que en sus labios componíase de un sin fin de anécdotas personales.

A continuación doy, en forma amena, algunas de sus observaciones. Excúseme el lector si las encuentra deficientes, y vea sólo en estas líneas un modesto intento de contribuir al estudio de la sociología comparada. Ron es un varón fuerte, a quien los naturalistas llaman saltador escénico, y dicen que es de la clase de los aracnoides, y aseguran que pertenece al orden de los atidos.

Solo asi pasan sin violencia del trabajo al libro; y solo asi, esa lectura puede serles amena, interesante y útil. Ojalá hubiera un libro que gozára del dichoso privilegio de circular de mano en mano en esa inmensa poblacion diseminada en nuestras vastas campañas, y que bajo una forma que lo hiciera agradable, que asegurára su popularidad, sirviera de ameno pasatiempo á sus lectores, pero;

No por eso dejaban de caminar a paso vivo por la amena carretera, que ceñía como una cinta blanca las faldas de las colinas. El valle se iba cerrando. Por detrás de las colinas frondosas asomaban ya sus crestas algunas montañas anunciando que los viajeros no tardarían en penetrar en otra región más fragosa, en el corazón mismo de la sierra.

En el primer tercio del siglo XVI, y en un convento de frailes franciscanos, situado no lejos de la ciudad de Sevilla, casi en la margen del Guadalquivir y en soledad amena, vivía un buen religioso profeso, llamado Fray Miguel de Zuheros, probablemente porque era natural de la enriscada y pequeña villa de dicho nombre. No era el Padre alto ni bajo, ni delgado ni grueso.

Cavilando yo días pasados sobre este asunto, y hallándome en el campo, en soledad amena, en hondo valle circundado de rocas escarpadas, donde había silencio, frescura y mil plantas, hierbas y flores, tuve despierto un sueño, que parecía visión espiritual o intuición pura de algo real, aunque para materialmente imperceptible.

Mil y mil veces he sostenido que la literatura, sobre todo la amena, si ha de ser natural y espontánea y no artificiosa y criada en invernáculo, conviene que sólo tenga por Mecenas al público que la lea, la pague, la comprenda y la inspire. Nada de protección por parte de principes y de gobiernos para novelistas y poetas.

Hay quien imagina que España en tiempo de los moros era toda ella una florida, amena y fructífera huerta, que los cristianos luego hemos marchitado y destruido. Nada más falso que este aserto. D. Jaime I en Aragón y D. Alfonso el Sabio en Castilla, aunque no tuvieran más que este mérito, gozarían de inmortal popularidad y serían gloriosos y benditos.

Si mi intento fuera dar a usted una historia completa de esta provincia, sería preciso comenzar a lo menos desde que fueron reducidos estos naturales a poblaciones, y describir los diferentes parajes a que en distintas ocasiones han sido trasladados los más de los pueblos, con otras particularidades y noticias que hicieran amena la lectura.

El busilis, pues, y el toque magistral de cualquier obra de amena literatura no está en seguir la moda, sino en dar la moda o más bien en ponerse tan por cima de la moda y tan por cima de progresos y de mudanzas, que toda moda nueva se apoye y se autorice en aquella obra presentándola como dechado y tratando de convencer al público de la excelencia de lo nuevo, no por su discrepancia, sino por su semejanza con aquel modelo inmortal.