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Actualizado: 18 de septiembre de 2025
Eran ambos de agraciadas facciones, azules ojos y rubio cabello; el bronceado color de su tez era claro indicio de la vida que hacían al aire libre en la soledad del frondoso bosque. ¡De tal palo tal astilla! gritaba regocijado el buen Simón al llegar Roger. Esta es la manera de criar chiquillos. ¡Por mi espada! yo mismo no hubiera podido adiestrarlos mejor. Pero ¿qué es ello? preguntó Roger.
Florentina no supo qué contestar. Estaba contrariada. Pablo no había visto al doctor ni a la Nela. Florentina para alejarle del sofá, se había dirigió hacia el balcón, y recogiendo algunos trozos de tela, se había sentado en ademán de ponerse a trabajar. Bañábala la risueña luz del sol, coloreando espléndidamente su costado izquierdo y dando a su hermosa tez moreno-rosa el realce más encantador.
Moviose con inquietud en la silla, dirigió dos o tres furtivas miradas al grupo y se llevó la mano a la cabeza para alisarse el pelo, primera y graciosa respuesta de inteligencia que da siempre la mujer a los homenajes que le dirigen con la vista. ¡Preciosa criatura! añadió como hablando consigo mismo. ¡Qué ojos! ¡qué tez de nácar! ¡qué dentadura!... Las formas superiores.
Había días, había horas, en que la flacura de las mejillas parecía demasiado grande: todas las líneas del rostro se alteraban, como próximas a desfigurarse; la tez, no iluminada en esos momentos por la llama interior, se ponía lívida, la mirada aparecía velada y casi ciega.
Estaba, sin embargo, tan demacrada, que los que la veían a intervalos largos quedaban sorprendidos. Lejos de perder con esto la belleza, parece que se había aumentado. Su tez era más fina y transparente; los ojos más brillantes. Una mañana dijo que no tenía deseos de levantarse. Raimundo se sentó al lado del lecho y se puso a leerla una novela. Al cabo de un rato le dijo: Estoy mal a gusto.
Habiendo, pues, don Quijote leído las letras del pergamino, claro entendió que del desencanto de Dulcinea hablaban; y, dando muchas gracias al cielo de que con tan poco peligro hubiese acabado tan gran fecho, reduciendo a su pasada tez los rostros de las venerables dueñas, que ya no parecían, se fue adonde el duque y la duquesa aún no habían vuelto en sí, y, trabando de la mano al duque, le dijo: ¡Ea, buen señor, buen ánimo; buen ánimo, que todo es nada!
Junto al fuego y sentada en un sillón de baqueta de altísimo respaldo, hallábase una dama cuya edad no pasaría de los treinta y cinco, y cuyos ojos, cejas y cabellos negrísimos contrastaban con la extremada blancura de la tez. Pero más que su hermosura llamaban en ella la atención su aire majestuoso y digno y la expresión grave y pensativa del semblante.
La crisis fue corta. Levantose la oradora con los ojos encendidos, pero sin que una lágrima escaldase su mejilla morena. Indignada, miró a Baltasar y lo encontró sereno, inconmovible, con su fina y sonrosada tez y sus ojos garzos y trasparentes, en los cuales se reflejaba la luz del cielo sin comunicarles calor.
Su larga nariz se encorvaba vigorosamente como el pico de un águila; tenía los ojos negros, las cejas negras, los cabellos negros y la tez del color uniforme de una naranja de Portugal. Sus dientes podían haber pasado por hermosos si no hubiesen sido tan largos y si su dueño no hubiera sido fumador.
Por la única ventana enrejada que la esclarecía, abierta a bastante altura, entraba en aquel momento un haz de rayos de sol. El P. Gil, después de permanecer un momento inmóvil en actitud reflexiva, fue a colocarse debajo de aquellos rayos. Su cabeza rubia, iluminada repentinamente, brilló con reflejos de oro, su tez blanca adquirió una trasparencia singular.
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