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La crisis fue corta. Levantose la oradora con los ojos encendidos, pero sin que una lágrima escaldase su mejilla morena. Indignada, miró a Baltasar y lo encontró sereno, inconmovible, con su fina y sonrosada tez y sus ojos garzos y trasparentes, en los cuales se reflejaba la luz del cielo sin comunicarles calor.

¡Qué cuenta tan larga... proseguía la oradora, animándose al ver el mágico y terrible efecto de sus palabras... , qué cuenta tan larga darán a Dios algún día esas sanguijuelas, que nos chupan la sangre toda!

Ya todo el mundo se la daba. ¡Quién hubiera reconocido a la brillante oradora del banquete del Círculo Rojo en aquella mujer que pasaba con el mantón cruzado, vestida de oscuro, ojerosa, deshecha! Sin embargo, sus facultades oratorias no habían disminuido; sólo cambiado algún tanto de estilo y carácter.

Borrén, entre tanto, aprobaba calurosamente las últimas palabras de Baltasar, las desenvolvía, las consideraba desde nuevos aspectos; en suma, soplaba para que la llama prendiese mejor. Tan bien desempeñó su oficio mefistofélico, que Baltasar convino en reunirse al día siguiente con él para meditar un plan de ataque que debelase la republicana virtud de la oradora.

Hace la rosca a la chiquilla de García, una empalagosa que no piensa más que en componerse y no sabe dar una puntada; pero el asunto es que se la hace por lunas, porque esas de García.... ¿No te gusta el cuento? , mujer gritó la oradora amostazada . ¿Piensas que estoy muerta por semejante muñeco? Vaya, que me das gana de reír. Cuenta, mujer, que también se pasa el tiempo.

¿Me promete usted casarse conmigo? murmuró la inocentona de la oradora política. ¡, vida mía! exclamó él sin fijarse casi en lo que le preguntaban, pues estaba resuelto a decir amén a todo. Pero Amparo retrocedió. ¡No, no! balbució trémula y espantada . No basta hablar así... ¿me lo jura usted? Baltasar era joven aún y no tenía temple de seductor de oficio.

¿Es usted quien ha inventado eso, señorita? preguntó Francisca con fingida dulzura volviéndose hacia la oradora. No Francisca respondió la Roubinet con una modestia tan afectada como la dulzura de Francisca. Esas palabras son de Federico el Grande. ¡Un prusiano!... ¡Qué horror!... ¿Cómo puede usted citar frases de un enemigo de Francia? objetó Francisca lo más seria que pudo.

La oradora senatorial, con la faz más amarilla que nunca, la mirada torva, la nariz encorvada y una voz silbante, atacó á Gillespie durante mucho tiempo, procurando que sus golpes al coloso cayesen de rebote sobre los altos señores del Consejo Ejecutivo. Hizo la historia de todos los Hombres-Montañas que habían llegado al país en el curso de los siglos.

No respondió nada la oradora, que diera entonces de buen grado su popularidad, y hasta el advenimiento de la ideal república, por hallarse siete estados debajo de tierra. No obstante, se sorbió estoicamente las lágrimas abrasadoras que asomaban a sus ojos, y, abatida, reconociendo y acatando la autoridad maternal, balbució: Me ha dado palabra de casamiento. ¡Y te lo creíste!

Se representaba a la orgullosa señorita de García rompiendo el sobre, leyendo, palideciendo, llorando... ¡Que pene! decíase a propia la oradora . ¡Que sufra como yo!... ¿Y qué tiene que ver?