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Actualizado: 22 de junio de 2025
Yo le miré estoicamente y no le contesté. ¿Para qué protestar, si mi protesta no iba a servir de nada? Los dos marineros se metieron en el agua, me cogieron, el uno de los hombros y el otro de los pies, y con grandes esfuerzos me subieron a una meseta de la roca y me dejaron tendido entre malezas y zarzales. Luego saltaron los dos al barco y oí el ruido que hacian al alejarse.
No respondió nada la oradora, que diera entonces de buen grado su popularidad, y hasta el advenimiento de la ideal república, por hallarse siete estados debajo de tierra. No obstante, se sorbió estoicamente las lágrimas abrasadoras que asomaban a sus ojos, y, abatida, reconociendo y acatando la autoridad maternal, balbució: Me ha dado palabra de casamiento. ¡Y te lo creíste!
Yo, que estoy viendo á estos marineros, embutidos materialmente en el laberinto de los modernos adelantos, sin reparar siquiera en ellos; descansar estoicamente sobre el remo en sus lanchas, sin dirigir una mirada de curiosidad á la rugiente locomotora que, al llegar al muelle, á veinte varas de ellos, agita el agua sobre que se columpian; rodear una legua, por el Alta, para ir al otro extremo de la población, por no atravesar ésta por sus modernas y animadas calles; yo que sé, en una palabra, hasta qué punto conservan las aficiones y las costumbres de sus abuelos, á pesar de haber invadido sus barrios la moderna sociedad con su nuevo carácter, me he resistido á creer en uso entre ellos, en la actualidad, escenas como las que voy á referir; y sólo después de haberlas palpado, como quien dice, he podido atreverme á asegurar, como aseguro, que no es la Buena Gloria una costumbre perdida ya entre los recuerdos de la antiquísima colonia de pescadores, favorecida ... y asustada, en una ocasión, con la presencia del rey Don Pedro I de Castilla.
¡Aquellos serían más dichosos! Ninguna hiel, ninguna amargura se mezclaban con su enorme pena; cada cual había cumplido con su deber noble y estoicamente, y si el amor había perdido en ello, la estimación había ganado. Este era su orgullo y su consuelo; podía mirar sin temor el retrato del altivo soldado del que era hija. Su clara mirada le respondía: Está bien.
La cena había de ser espléndida, y como el fondín de la Tejuca era pobre y se prestaba mal al esplendor, y aun al regalo, se discurrió llevar de Río algunos platos fiambres, el champagne y otros buenos vinos, y a un hábil mozo de comedor que lo ordenase y dirigiese todo. Nadie más apropósito para esto que un esclavo negro de Arturo Machado, que fue el elegido. Según costumbre brasileña o por rara inclinación que allí había, los negros, cuando se bautizaban, sobre todo si se bautizaban adultos, y no eran criollos sino traídos de África, solían tomar nombres pomposos de héroes, emperadores y príncipes de la clásica antigüedad greco-latina. No ha de extrañarse, pues, que el maestresala que había de ir a la Tejuca se llamase Octaviano. Era alto y fornido, y, aunque tenía ya más de cincuenta años, parecía joven. Procedía este negro de un territorio del interior del África, cercano aunque independiente de las posesiones portuguesas. Y la gente afirmaba que en su país no era un cualquiera. Hasta que le cautivaron y le trajeron al Brasil, siendo él de edad de dieciséis años, se había criado con mucho mimo y cercado de profundo respeto, pues era hijo nada menos que del rey de los Bundas. Sobre esta particularidad el lector podrá creer lo que quiera. Yo refiero lo que se decía sin detenerme en averiguaciones. Sólo añadiré que el aire majestuoso y digno de Octaviano inducía a cuantos le miraban a no tener por fabulosa su regia estirpe. Resignado estoicamente a su ineluctable servidumbre, aprendió pronto cuanto le enseñaron, porque tenía mucho despejo. Y como era tan hábil y bien mandado, el látigo o chicote jamás hirió sus espaldas. Ni era conveniente para él tan rudo y degradante castigo. Si incurría en falta, la menor reprensión bastaba.
Palabra del Dia
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