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Por otro lado, pronto desaparecerá y para siempre de la constitución brasileña la triste sombra de la esclavitud.

Luego remontamos al norte, atravesando las calmas de Capricornio por los 22° oeste, y, aprovechando todo el aparejo en los alisios del sudeste y la corriente brasileña, cortamos la línea hacia los meridianos 18° ó 20° al oeste. La travesía había sido muy feliz.

Vivía la señora de Pinto en una de las mejores calles que cortan perpendicularmente la calle de la Universidad: en la parte menos bulliciosa de las dos en que la ciudad está dividida por el Sena. La casa de la dama brasileña era nueva y tenía hermoso aspecto. La señora de Pinto habitaba en un piso principal, cómodo y espacioso.

El cocinero de los Sres. de Figueredo era cosmopolita en su arte, poseyendo el de la clásica cocina francesa y lo más selecto de la antigua y hoy degenerada cocina española. Se pintaba solo además para confeccionar guisos y acepipes a la brasileña, y para preparar ciertas legumbres del país, como palmito y quinbombó, haciendo deliciosos quitutes, según en Río de Janeiro se llaman.

Es necesario que se inscriba Bello Horizonte, capital del estado de São Paulo, entre el número de las ciudades dignas de estudio, porque apenas hace veinte años que empezó a edificarse y hoy es ya una ciudad de 50,000 almas, puramente brasileña en el mejor sentido de la palabra.

La señora de Pinto, por último, había echado el resto en su boudoir y marcádole más hondamente con el sello de su originalidad brasileña.

Pero Ojeda se acordó oportunamente del mercado de Río Janeiro, donde estaban a la venta toda especie de animales de los que produce el trópico: monos de diverso pelaje, loros parleros, vistosos papagayos. La ofreció un regalo para someterla a la obediencia: podía escoger entre estas maravillas de la fauna brasileña.

El Vizconde de Goivoformoso aceptó gustosísimo aquella amable invitación, y casi puede decirse que la primera tertulia a que asistió, después de su llegada, fue a un en casa de la mencionada dama brasileña.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho. ¡Alves! gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano. ¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo.

Sin embargo, creyó necesario mentir por galantería, afirmando que se acordaba de ella. No, capitán; usted no puede acordarse de . Yo iba con mi marido y usted no me miró nunca. Todas sus atenciones eran en aquel viaje para una viuda brasileña muy hermosa.