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Grosero y pesimista es el refrán que dice: el muerto al hoyo y el vivo al bollo. El refrán, con todo, tiene por desgracia mucho de verdad. A los siete u ocho días de muerto Arturito y a los tres o cuatro de ido Pedro Lobo, nadie se acordaba ya de Arturito, salvo su padre, Octaviano, Rafaela y el Sr. D. Joaquín, que le amaba y le lloraba como a su mejor amigo.

Pues bien, señor Pedro Lobo, voy a decírselo a usted para su gobierno. No digo que sea, pero puede ser el negro Octaviano. Acusarle sería inútil y hasta peligroso porque se pondría cierto lance en conocimiento de la justicia y porque no hay prueba alguna contra Octaviano.

Pedro Lobo revolvió mil cosas en su mente, formó mil desatinados proyectos: hasta pensó en ir de mano armada a buscar a Octaviano, adelantándose a matarle antes de que él le matara; pero al cabo, después de muchos desvaríos, prevaleció la determinación más juiciosa; y, cuatro días después de la conversación que tuvo con Madame Duval, Pedro Lobo se embarcó en un vapor inglés que iba a Southampton y libró de su odiada presencia a Rafaela, a Madame Duval, al señor Gregorio Machado, a Octaviano, y a casi toda la sociedad fluminense.

Ni mi señora ni yo podemos saber de fijo que Octaviano quiera emplear en usted la carnerada; pero todo es posible, y tenga usted entendido que Octaviano no es solamente audaz, sino también precavido y astuto, por lo cual, si se propone topar contra usted, no le bastaría fiar en su destreza, aunque es mucho lo que en ella fía, y de seguro que habrá juramentado a varios de sus amigos y discípulos en el arte, para que si él malogra la empresa, ellos la terminen.

El puente y la Calahorra. Algunos historiadores árabes atribuyen á Octaviano Augusto la construccion del antiguo puente de piedra. Destruida la obra romana, los sarracenos la reedificaron sobre sus mismos cimientos , y todos los califas de la dinastía de Merwan se esmeraron en su conservacion.

Algunos caballeros se eclipsaron también. Contra Octaviano hubo una verdadera conjura, y medio por persuasión, medio por violencia, le encerraron en un cuarto para evitar que escandalizara, tratando de inculcar en su mente que por mucho que se sintiese, era ya ineludible un encuentro muy serio entre Pedro Lobo y su amo. A Pedro Lobo no le faltaron dos testigos.

Los señores jóvenes que allí había consiguieron, no sin grande esfuerzo, separar a Octaviano de su intervención en la contienda e interponerse entre los dos principales contendientes, reteniendo sus manos y refrenando sus lenguas. Completamente se acibaró el contento que allí reinaba. Antes de que amaneciese se expidieron en el ómnibus el Merengue de fresa y las demás niñas.

Y no porque Octaviano fuese negro, sino por la singularidad de ciertos indelebles adornos que le distinguían, y que sin duda le hicieron y trajo de su país como señales de su categoría principesca.

Era el negro Octaviano que intervenía briosamente en defensa de su señor. Animado Arturito con aquel auxilio y enojado por los insultos y por la afrenta que Pedro Lobo le había hecho, prorrumpió en injurias contra él, le llamó satélite del sanguinario tirano Rosas y le calificó de derrotado y forajido.

La cena había de ser espléndida, y como el fondín de la Tejuca era pobre y se prestaba mal al esplendor, y aun al regalo, se discurrió llevar de Río algunos platos fiambres, el champagne y otros buenos vinos, y a un hábil mozo de comedor que lo ordenase y dirigiese todo. Nadie más apropósito para esto que un esclavo negro de Arturo Machado, que fue el elegido. Según costumbre brasileña o por rara inclinación que allí había, los negros, cuando se bautizaban, sobre todo si se bautizaban adultos, y no eran criollos sino traídos de África, solían tomar nombres pomposos de héroes, emperadores y príncipes de la clásica antigüedad greco-latina. No ha de extrañarse, pues, que el maestresala que había de ir a la Tejuca se llamase Octaviano. Era alto y fornido, y, aunque tenía ya más de cincuenta años, parecía joven. Procedía este negro de un territorio del interior del África, cercano aunque independiente de las posesiones portuguesas. Y la gente afirmaba que en su país no era un cualquiera. Hasta que le cautivaron y le trajeron al Brasil, siendo él de edad de dieciséis años, se había criado con mucho mimo y cercado de profundo respeto, pues era hijo nada menos que del rey de los Bundas. Sobre esta particularidad el lector podrá creer lo que quiera. Yo refiero lo que se decía sin detenerme en averiguaciones. Sólo añadiré que el aire majestuoso y digno de Octaviano inducía a cuantos le miraban a no tener por fabulosa su regia estirpe. Resignado estoicamente a su ineluctable servidumbre, aprendió pronto cuanto le enseñaron, porque tenía mucho despejo. Y como era tan hábil y bien mandado, el látigo o chicote jamás hirió sus espaldas. Ni era conveniente para él tan rudo y degradante castigo. Si incurría en falta, la menor reprensión bastaba.