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Y con un instinto de ser superior nacido para el mando y que sabe imponer la obediencia, comenzó á dar órdenes á todas las mujeres, que rivalizaban por servir á la familia antes odiada. Ella iría á la ciudad con dos compañeras, para comprar la mortaja y el ataúd; otras fueron al pueblo ó se esparcieron por las barracas inmediatas, buscando los objetos encargados por Pepeta.

Y hablaba del régimen de terror que reducía al silencio toda la campiña. La ciudad rica, odiada por los siervos del campo, velaba sobre ellos con un gesto cruel e inexorable para ocultar el miedo que les tenía. Los amos poníanse en guardia a la menor conmoción.

Enardecido por la apreciación de su grandeza y su triunfo, era el primero en levantarse o sentarse, conforme lo marcaba el ritual de los oficios, y unía su voz a las del coro, asombrando a todos con la áspera energía de su canto. Las palabras latinas salían de su boca como trabucazos contra aquella gente odiada; sus ojos pasaban con expresión de reto sobre la doble fila de cabezas inclinadas.

El cielo era más azul y sereno que en aquellos países de eterno verdor e incesantes cosechas que él recordaba; lucía el sol con más fuerza, pero bajo su lluvia de oro, la tierra andaluza se mostraba triste, con la soledad del cementerio, silenciosa como si pesase sobre ella la muerte, con un revoloteo de negros pajarracos en lo alto, y abajo, en los campos sin límites, centenares de hombres alineados como esclavos, moviendo sus brazos con regularidad automática, vigilados por un capataz. ¡Ni un campanario; ni una aglomeración de casas blancas como en los países donde existían verdaderos labradores! ¡Aquí sólo se veían siervos trabajando una tierra odiada que jamás podía ser suya; preparando unas cosechas de las que no tocarían un solo grano!

Casi olvidado de la humana escoria, de amor henchido el corazón ardiente y mintiendo los nimbos de la gloria en la marchita frente, del bardo las hermosas ilusiones inventan, en el mundo, el paraíso... ¡Fantásticas ficciones! Piadoso Dios, para humillarle, quiso que el mar, con estridente carcajada, hiciera resurgir en su memoria todo el recuerdo de la duda odiada, trasunto de su historia.

Y los crédulos, con la viveza imaginativa de su raza, aderezaban la noticia, adornándola con toda clase de detalles. Una confianza ciega se esparcía por los grupos. No iba a correr más sangre que la de la gente rica. Los soldados estaban con ellos; los oficiales también estaban al lado de la revolución. Hasta la guardia civil, tan odiada por los braceros, merecía su simpatía momentáneamente.

Al pasar de la ciudad a los bosques, se vio odiada por las mujeres, que la tachaban de soberbia y presuntuosa; todo esto engendró la impopularidad de su marido entre los compañeros, y arrastrado en parte por sus instintos aventureros y en parte por las circunstancias, la llevó a otras tierras. Continuó la narración de la triste odisea.

Algunos discípulos de la Universidad jesuítica, pareciéndoles estas aclamaciones demasiado vulgares, daban vivas á la Unidad Católica, y los aldeanos los contestaban con rugidos de entusiasmo, sin entender lo que aquello significaba, pero adivinando que debía ser algo contra los impíos de la odiada Bilbao. Aresti vió pasar á la mujer y la hija de Sánchez Morueta.

La otra era Venus dolorosa. Hasta en sus momentos más desesperados se mantenía bella, y su dolor resultaba un nuevo medio de seducción. Era madre, pero seguía siendo mujer: la terrible mujer perturbadora odiada por el príncipe.... ¡Atención, Miguel! Con una sonrisa de superioridad respondió mudamente á estas reflexiones.

Maltrana atravesó el puente de Segovia, entrando después en la carretera de Extremadura. Vestía de luto. El macferlán, la odiada librea de la miseria, ya no pendía de sus hombros. La Suerte le trataba con menos rudeza al verle solo. Trabajaba, le admitían artículos en algunas revistas, le encargaban traducciones, vivía en una casa de huéspedes y ahorraba para pagar a la nodriza de su hijo.