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Hacía tres años que realizaban este viaje á la entrada del invierno. Ellos tenían allá su poquito de tierra. Cultivaban hierba y centeno; las mujeres se encargaban de los campos durante el frío y los hombres emprendían la peregrinación á Bilbao en busca de los jornales fabulosos, de once reales ó tres pesetas, de los que se hablaba con asombro en el país.

En ella veíanse, también representados por hombres, á Jesús, la Virgen, Santo Domingo y San Francisco, con dos juglares que aquel año fueron Juan Canario y «su compañero» y otro que se ocupaba en lanzar truenos desde la «rocacobijados por un cielo de algodón en rama, azul, , con sus estrellas el sol y la luna, el cual por medio de un mecanismo abríase y cerrábase de cuya operación se encargaban angeles.

Los parajes de alguna feracidad no estaban ocupados por granjas, sino por conventos, y al borde de las escasas carreteras vivaqueaban las partidas de bandoleros, refugiándose, al verse perseguidos, en los monasterios, donde les apreciaban por su religiosidad y por las muchas misas que encargaban para sus almas pecadoras. La incultura era atroz.

Y por último, sus condiscípulos se encargaban generosamente de advertirle sin cesar que era un desdichado sin padres, alimentado por la caridad y que debiera estar en el hospicio y no alternando con hijos de zapateros distinguidos, albañiles, sastres y panaderos fashionables, y otra gente no menos principal y digna de respeto.

No era para menos. ¡Un pronunciamiento de veras, que derrocaba la dinastía! Por fin el país había hecho una hombrada, o se la daban hecha: mejor que mejor para un pueblo meridional. De todo se encargaban marina, ejército, progresistas y unionistas.

Y en todo caso las encargaban sumamente, que no confesaran estos delitos a Sacerdote alguno, añadiendo blasfemos, que para estos crímenes contra la fe no había sigilo de confesión, sinó que luego los delataban al Tribunal.

Cada comensal tenía frente a cinco o seis copas, que dos criados se encargaban de ir llenando sucesivamente de diversos vinos, según los manjares que se servían. A nadie sorprenderá, pues, que al terminarse la comida hubiese brindis entusiastas, precedidos de discursos elocuentísimos y acompañados de gritos, bravos y felicitaciones de todo género al orador.

Maltrana atravesó el puente de Segovia, entrando después en la carretera de Extremadura. Vestía de luto. El macferlán, la odiada librea de la miseria, ya no pendía de sus hombros. La Suerte le trataba con menos rudeza al verle solo. Trabajaba, le admitían artículos en algunas revistas, le encargaban traducciones, vivía en una casa de huéspedes y ahorraba para pagar a la nodriza de su hijo.

El rey, el príncipe, su hermano, los ulemas y los astrólogos, todos en suma, apenas se atrevieron a dirigirles la palabra en prosa, sino que les echaron a porfía mil piropos, ya en versos persas, ya en versos arábigos, que los señores Vandenpeereboom y Tiburcio se encargaban de traducir.

Además, era de París. «¡París!», suspiraba Elena, la menor, poniendo los ojos en blanco. Y Desnoyers se veía consultado por ellas en materias de elegancia cada vez que encargaban algo á los almacenes de ropas hechas de Buenos Aires. El interior de la casa reflejaba los diversos gustos de las dos generaciones.