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La escuadra española no debía salir de Cádiz, cediendo a las genialidades y al egoísmo de M. Villeneuve. Aquí se ha contado que Gravina opinó, como sus compañeros, que no debían salir. Pero Villeneuve, que estaba decidido a ello, por hacer una hombrada que le reconciliase con su amo, trató de herir el amor propio de los nuestros.

Muchos, al abandonar su vivienda habían tenido que arrancarse de los brazos de sus mujeres, que lloraban presintiendo el peligro, pero al verse entre los compañeros, erguíanse arrogantes, mirando a Jerez con ojos bravucones, como si fueran a comérsela. ¡Vamos! exclamaban. ¡Que da ánimo ver tantos probes juntos, dispuestos a hacer una hombrada!... Eran más de cuatro mil.

¡Y allí fué el temblar de la voz y el crujir de los dientes!... Porque temieron por sus casas, por sus campos, por sus fábricas, por sus tesoros; es decir, su Dios, su patria, su alma. ¡Pero es preciso defenderse! exclamaron, resueltos a hacer una hombrada. Y ¡poder del egoísmo! Aun en aquella triste situación, pensaron, ante todo, en sacar la sardina con la mano del gato.

Resuelto a hacer una hombrada en lo del empréstito, los ochenta mil duros de que podía disponer le parecieron poca cosa, y, por consiguiente, una miseria los veinte mil del momento. ¿Qué valían éstos para aspirar él, como principal suscriptor, a la ofrecida recompensa? ¡Habría tantos banqueros que le aventajarían por triplicado!

No era para menos. ¡Un pronunciamiento de veras, que derrocaba la dinastía! Por fin el país había hecho una hombrada, o se la daban hecha: mejor que mejor para un pueblo meridional. De todo se encargaban marina, ejército, progresistas y unionistas.

Sucedíame entonces lo que al temerario que por un falso pundonor, por un arranque nervioso y de mal disfrazada vanidad, desciende al fondo de un precipicio. Ya está abajo, ya hizo la hombrada, ya demostró con ella que llega hasta donde llegue el más intrépido... Corriente. Pero ahora hay que subir. ¿Cómo? ¿Por dónde?... ¡Y allí es ella, Dios piadoso!

Como ciertos cobardes se vuelven valientes desde que disparan el primer tiro, Maximiliano, una vez que rompió el fuego con la hombrada de aquella mañana, sentía su voluntad libre del freno que le pusiera la timidez. Dicha timidez era un fenómeno puramente nervioso, y en ella tenían no poca parte también sus rutinarios hábitos de subordinación y apocamiento.