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Para probarlo, ahí está lo único que ha escrito: una plegaria a la Virgen, para que la reciten los soldados antes de entrar en fuego. Y usted, Juanito, ¿siente realmente la vocación militar? Mucho. Desde que supe leer y abrir libros, quise ser igual a los grandes capitanes que veía en las láminas, erguidos sobre el caballo, con la espada en la mano, arrogantes y hermosos.

En «los hogares de los nobles y de los ricos», á los criados y á los subalternos arrogantes. En «los palacios de los príncipes», á los que los custodian y á cuantos van allí de visita. En «los cementerios», á los parientes verdaderamente afligidos y á los herederos que aparentan estarlo». Los consejos de este viejo «Manual», un poco pueril, son, en el fondo, de una exactitud insuperable.

No, Ulises, usted no me conoce, no sabe quién soy... Aléjese de . Hace unos días me era indiferente. Y odio á los hombres, y nada me importa hacerles daño. Pero ahora me inspira usted cierto interés, porque le creo bueno y franco á pesar de sus exterioridades arrogantes... ¡Márchese, no me busque! Es la mejor prueba de afecto que puedo darle.

Tres arrogantes mocetones, soberbiamente montados y equipados, el último de los cuales, Henzar, que no contaría más de veintidós o veintitrés años, me dirigió un bien pensado discurso, manifestándome que mi cariñoso hermano se veía privado del placer de ofrecerme sus respetos en persona y aun de poner su residencia a mi disposición, porque así él como varios de sus servidores estaban atacados de escarlatina.

Los arrullos de las canciones populares, todos los requiebros arrogantes que había oído, acompañados del puntear de la guitarra, mezclábalos en la letanía amorosa con que envolvía a la novia su voz susurrante. Que toos los pesares de tu vida vengan a , entrañas de mi arma, y que sólo goces alegrías.

Son verdaderamente admirables las venecianas: sabido es que nuestras arrogantes españolas son celebradas en toda Europa por su belleza; pues yo, todo lo que puedo decir, á pesar de mi inmenso amor patrio, es que no sobrepujan á las hijas de la un tiempo poderosa y temida república reina del Adriático. Vamos ahora á los encantados palacios de Venecia.

Otros agitábanse arrogantes, piafando de energía, con las patas fuertes, el pelo reluciente y el ojo vivo: animales de hermosa estampa que era incomprensible figurasen entre unos desechos destinados a la muerte; bestias magníficas que parecían recién desenganchadas de un carruaje de lujo.

Estaban ambos en pie, cerca uno de otro, los dos arrogantes, esbeltos; la ceñida levita de Mesía, correcta, severa, ostentaba su gravedad con no menos dignas y elegantes líneas que el manteo ampuloso, hierático del clérigo, que relucía al sol, cayendo hasta la tierra.

Muchos, al abandonar su vivienda habían tenido que arrancarse de los brazos de sus mujeres, que lloraban presintiendo el peligro, pero al verse entre los compañeros, erguíanse arrogantes, mirando a Jerez con ojos bravucones, como si fueran a comérsela. ¡Vamos! exclamaban. ¡Que da ánimo ver tantos probes juntos, dispuestos a hacer una hombrada!... Eran más de cuatro mil.

Rafael quedó anonadado. Vio cómo se dirigió a la portalada del santuario llamando a la doncella. Cada uno de sus pasos, cada balanceo de las arrogantes caderas, parecía levantar un obstáculo entre ella y Rafael.