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Los agravios se le revolvían en el seno, saliéndole a los labios en esa forma descomedida y grosera de las hijas del pueblo, cuando se ponen a reñir. «¡La cojo y la...! decía para clavándose las uñas en sus propios brazos . ¿Que es un ángel? Pues que lo sea... ¿Que es una santa? ¿Y a qué?...». Pero de los labios para fuera, nada... «¡Qué cobarde soy!

Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para advertirle continuamente á su mujer alguna negligencia, queriendo darnos á entender entrambos á dos que estaban muy al corriente de todas las fórmulas que en semejantes casos se reputan en finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de aprender á servir.

Al fin, él se fue. Yo di al carcelero un escudo; quitóme los grillos. Dejábame entrar en su casa. Tenía una ballena por mujer y dos hijas del diablo, feas y necias, y de la vida, a pesar de sus caras. No quiso comer.

Y no se me diga que no bien nos lancemos a hablar, en la antigua metrópoli y en todas las repúblicas, sus hijas, dieciocho lenguas nuevas, desaparecerá la esterilidad de nuestro ingenio, se nos aclararán las entendederas, y en vez de cuatro o cinco autores que escriban cosas de gusto y de provecho, tendremos cuatrocientos o quinientos.

¡Las locas! Estamos en el lugar espeluznante de aquel Limbo enmascarado de mundo. Los hombres inspiran lástima y terror; las hijas de Eva inspiran sentimientos de difícil determinación. Su locura es, por lo general, más pacífica que en nosotros, excepto en ciertos casos patológicos exclusivamente propios de su sexo.

Quedóse allí como coadjutor de la nueva parroquia, y a los pocos años ascendió a párroco. Le estimaba mucho don Alejandro, y le dio un abrazo apretadísimo. Tuteaba a las Escribanas, porque eran hijas suyas de confesión y pertenecían además a una de las congregaciones que dirigía él, y les dijo algunas cuchufletas en cuanto las vio allí muy emperejiladas.

España renacía en el verdor y belleza de sus hijas. Y esto es algo dijo Ojeda . Nuestro loco despilfarro de otros tiempos no se ha perdido del todo gracias a América. Sus amigos asintieron. No, no se había perdido.

Las bellas artes, las nobles hijas de la inspiracion, ceden el puesto á las artes del deleite: la gran mezquita no nos descubre mejora alguna de importancia debida á este reinado; lo único que le debe son dos pórticos y el oro con que se cubren unos cuantos capiteles. Casi diríamos que al influjo de la refinacion de las costumbres se va amortiguando la llama del genio... Así es en efecto.

La condesa encontró en la escalera, prestas a salir de paseo, a la generala y a sus hijas, dos ángeles acabados de salir del colegio de York, en Inglaterra, que comenzaban a perder en la atmósfera viciada de los salones su perfume natural de candor y pureza, como pierden su sana fragancia el romero y el tomillo encerrados en una caja de almizcle.

Porque las dos, aunque su mamá, por no entristecerlas, las ocultaba el estado de la casa, tenían pleno conocimiento de los apuros de la familia y estaban seguras de la imposibilidad de reemplazar el viejo pero brioso caballo por otro que valiese tanto como él. Después de comer, la madre y las hijas sentáronse en el salón, y allí permanecieron más de una hora, silenciosas, hurañas y malhumoradas.