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Rafael quedó anonadado. Vio cómo se dirigió a la portalada del santuario llamando a la doncella. Cada uno de sus pasos, cada balanceo de las arrogantes caderas, parecía levantar un obstáculo entre ella y Rafael.

; y además a procurar que se vean ustedes. Don Juan, fingiendo no haber oído, siguió: Si no está casada... aceptará, y si lo está, saldremos de dudas. Don Quintín, puesta de babero la servilleta y empuñando una pata de pollo frío, se balanceó en la silla, riendo como un sátiro viejo.

Ahorita vuelvo», con un balanceo de hamaca en los diminutivos. Era el indiano que veían en lontananza ella y las tías. Doña Águeda era muy buena cocinera; conocía el empirismo del arte, y además lo profesaba por principios. Sabía de memoria «El Cocinero Europeo», un libro que contiene el arte de confeccionar todos los platos de las cocinas inglesa, francesa, italiana, española y otras.

Navegaba el buque como si avanzase entre algodones, sin un choque, sin el más leve balanceo. Su profunda quilla parecía resbalar sobre rieles invisibles. Las aguas, al partirse ante su vientre, eran sordas y no levantaban jaboneo de espumas. Los ojos, habituados al azul intenso del Océano, parpadeaban con cierta extrañeza ante la extensión amarilla, semejante por su color a una pradera seca.

Y tal es la fuerza de la rutina, que, hasta hace pocos años, en los buques de vapor el sitio de preferencia era la popa, sobre la hélice que lo hace temblar todo y donde es más violento el balanceo.

¡Los salvajes!... ¡Ah, !... Bebamos sciam-sciú. ¡Bebamos! Te van a comer, ¡estúpido!... ¡A bordo! ¡A bordo! ¡Miserables! El chino balanceó estúpidamente la cabeza y comenzó otra vez su baile alrededor de los barriles, acompañándose con cánticos. Van-Horn lo echó a rodar de un tremendo puntapié.

A costa de grandes sudores conseguían un ligero balanceo del gran navío que tripulaban y entonces era cuando se creían bogando a toda vela por mares nunca navegados. Germán gritaba: ¡Orza!... ¡a babor, a estribor! ¡hombre al agua!... ¡un tiburón!... Pero tampoco era aquello lo que quería Anita; quería marchar de veras, muy lejos, huyendo de doña Camila.

Mina Eichelberger, la mujer del director de orquesta, murmuraba estas palabras con el mentón apoyado en el pecho y la mirada fija en Fernando, de pie junto a ella. Hablaban en la cubierta de los botes, bajo la sombra movediza de un toldo de lona que dejaba avanzar una faja de sol o la repelía, siguiendo el balanceo del buque, largo, suave, apenas perceptible.

Una lancha estaba amarrada a la orilla: saltó sobre ella con alegría y no habiendo remos se balanceó un rato gozando la grata impresión de hallarse a flote. ¡Lástima de remos! Si los tuviera se habría lanzado al medio segura de no haber olvidado aún su manejo. Con pesar volvió a saltar a tierra.

Al sentir un roce en el cuello, Fernando de Ojeda soltó la pluma y levantó la cabeza. Una palmera enana movía detrás de él con balanceo repentino sus anchas manos de múltiples y puntiagudos dedos. Para evitarse este contacto avanzó el sillón de junco, pero no pudo seguir escribiendo.