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Torrebianca aún estaba libre, pero bien podía ser que lo vigilase preventivamente la policía mientras el juez estudiaba su culpabilidad. Aunque la frontera de España estaba lejos, la pasarían antes de que la Justicia hubiese lanzado una orden de prisión.

Aquel monton de carne está allí entre los pliegues de su vestido, como un trapo que se tira al suelo, y que contrae los dobleces á que le obliga su gravedad. Realmente, aquel muerto parece un giron lanzado á la tierra; un giron perdido entre sus mismos pliegues. Allá un árbol seco, allá una piedra negra; el hombre está en medio, está muerto y solo.

Manuel salió conmovido enjugándose los ojos, a pesar de haber visto tanta sangre y tantas agonías en su carrera militar; ¡tan cierto es, que el alma más estoica se ablanda a vista de la muerte, cuando no se fuerza al hombre a considerarla como un átomo lanzado en el insondable abismo, que abren a tantos miles el orgullo y la ambición de los que sin autoridad, sin derecho ni razón, han querido imponer al mundo su personalidad o sus ideas!

LA CHOUTE. ¡...! ¡Lo tuve...! ¿Qué quieres...? ¡Comprendía claramente que en él no llegaría a ser nada...! No me gustaba el oficio, ni los compañeros; no se puede tomar mas que dos partidos: trabajar o prostituirse. A no me gusta trabajar y soy demasiado burguesa para dedicarme a cortesana. ¡Por eso me he lanzado al comercio...! BEAUVALLON. ¡Y has entrado en casa de la Ninon de Lenclos...!

7 Y fue hecha una grande batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles lidiaban contra el dragón; y lidiaba el dragón y sus ángeles. 8 Y no prevalecieron, ni su lugar fue más hallado en el cielo. 9 Y fue lanzado fuera aquel gran dragón, que es la serpiente antigua, que es llamado diablo y el Satanás, el cual engaña al mundo entero; y fue arrojado en tierra, y sus ángeles fueron derribados con él.

Al ver probada la inocencia de Zakunine, veía que había lanzado la acusación por odio directo a él, bajo la inspiración de una voz secreta que le decía que ese era el asesino: a ese hombre, no a la mujer, tenía que pedir cuentas de la muerte de la infeliz.

Eran las once y media, y la luna iluminaba melancólicamente la magnífica escena del pequeño puerto de Dover, en cuyo fondo se destaca, como un inmenso puente de mampostería y madera lanzado hacia las ondas, el muelle que facilita el embarque sobre los vapores.

La muerte de mi inolvidable tía doña Medea había lanzado al mundo un viudo conservado, rico y con grandes cualidades exteriores: mi tío. Dos meses después de su viudez, vivíamos juntos: yo había abandonado a mi viejo camarada, don Benito. Muy pronto la casa de mi tío Ramón se transformó en una habitación completamente diferente de lo que había sido.

Llegaban hasta allí los ruidos de la muchedumbre invisible. Eran exclamaciones de inquietud; un «¡ay! ¡aylanzado por miles de bocas, que hacía adivinar la fuga del banderillero acosado de cerca por el toro. Luego, un silencio absoluto. El hombre volvía hacia la fiera, y estallaba el ruidoso aplauso saludando un par de banderillas bien colocado.

No se puede, cual acontece con el pólipo, dividirla impunemente: en este caso el pólipo se dobla, mas ella muere. Gelatinosa como aquél, parece un embrión, pero el embrión salido demasiado aprisa del seno del mar común, extraído de la base sólida, de la asociación que constituyó la seguridad del pólipo, y lanzado á la ventura.