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Al ver á la de más edad con el rostro libre de velos, no sufrió ninguna decepción. Su enemiga tal vez habría perturbado en otro tiempo la tranquilidad de los hombres, pero ahora podía continuar impunemente sus gestos hostiles y alojadores: el capitán no pensaba entristecerse por ello. Debía estar más allá de los cuarenta años.

Ella se casaría con Luis Dupont... ¿Que le aborrecía? ¿Que había huido de él después de aquella noche horrible?... Pues esta era la única solución. Con la honra de su familia ningún señorito jugaba impunemente. Si no le quería por amor, le toleraría por deber. El mismo Luis iría a buscarla, a pedirla la mano. ¡Le odio! ¡Le aborrezco! decía Mariquita. ¡Que no venga! ¡No quiero verle!...

Ningún código de leyes se observó jamás tan universal y religiosamente en toda España como el del honor, y sus preceptos eran acatados por todos y nunca se quebrantaban impunemente.

Sólo en nuestra sociedad heterogénea, libre de escrúpulos y distinciones, se da el caso de que un hidalguete, poseedor de cuatro terruños, o un empleadillo de mediano sueldo, se confundan con marqueses y condes de sangre azul, o con los próceres del dinero, en los centros de falsa elegancia; que se junten y alternen los que explotan la vida suntuaria por sus negocios, o sus vanidades, o bien por audaces amoríos, y los que van a bailar y a comer y departir con las señoras, sin más objeto que procurarse recomendaciones para un ascenso, o el favor de un jefe para faltar impunemente a las horas de oficinas.

Unos protestaban. «¡Pegarle al pobre Cantó, un infeliz enfermo que no podía defenderse!...» Otros movían la cabeza. Esperaban aquello: no se puede insultar impunemente a un hombre sin que ocurra algo. Ellos se habían opuesto a la canción; eran partidarios de que los hombres, cuando tienen que decirse algo, se lo digan cara a cara.

Y mientras yo me dejo estar de pie, resollando como una foca, porque a los cuarenta y siete años, señores, uno no se pasea ya impunemente a cuatro patas, ella suelta una carcajada breve, dura, forzada. ¡Ríase usted de ! le digo. ¡Si supiera usted cuán pocas ganas tengo de reírme! me dice, haciendo una mueca de dolor. Y se restablece el silencio.

Preciso es, pues, que abrigue á lo menos la parte más delicada de su ser, el árbol por donde respira y que extrae la vida por medio de sus raicitas, sustentándolo y reparando sus fuerzas. La cabeza no tiene tanta importancia, muchos la pierden impunemente; mas, si las visceras no estuviesen protegidas de continuo por su escudo natural, si fuesen heridas, el molusco moriría.

Marta, ¿lo oyes? ¡Desear tu muerte! ¿A quién has ofendido nunca? ¿A quién has estorbado nunca? ¿Hay alguien en el mundo a quien hayas demostrado otra cosa que afecto e indulgencia?... Si eso fuera verdad, si pudiera haber, paseándose impunemente por la tierra, un ser tan infame, ¡vaya! sería como para desesperar de Dios y del destino.

Mientras todo el mundo se ría del que se deje injuriar impunemente, o del que acuda a un tribunal para decir: «Me han injuriado», será forzoso que todo agraviado elija entre la muerte y una posición ridícula en sociedad.

Pero no, no impunemente gozarás de tu traición; yo partiré el corazón de ese rival insolente. ¡Tus lágrimas! ¿Yo creer pudiera, Leonor, en ellas cuando con tiernas palabras a otro halagabas ayer? ¡No te vi yo mismo, di! LEONOR. , pero juzgué engañada que eras , con voz pausada cantar una trova . Era tu voz, tu laúd; era el canto seductor de un amante trovador lleno de tierna inquietud.