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El público del sol, que vio esta maniobra, púsose de pie con airada protesta. ¡Ladrón! ¡Asesino!... Indignábase en nombre del pobre toro, cual si éste no hubiese de morir de todas suertes; amenazaban con el puño al Nacional, como si acabasen de presenciar un crimen, y el banderillero, cabizbajo, acabó por refugiarse detrás de la barrera.

A la terminación de cada toro que matase Juan enviaría razón de lo ocurrido con un chicuelo de los que pululaban en torno de la plaza. La corrida fue un éxito ruidoso para Gallardo. Al entrar en el redondel y escuchar los aplausos de la muchedumbre, el espada se imaginó haber crecido. Conocía el suelo que pisaba: le era familiar; lo creía suyo.

Los toros seguían inmóviles y agrupados. Cuando manifesté que había arreado a los caballos porque un toro negro se dirigía a nosotros: ¿Dónde está el toro negro? me preguntó el conde. Mírelo usted allí. ¡Si es un cabestro, amigo! Explosión de risa entre los que nos rodeaban. Don Jenaro tuvo la delicadeza de montar en el carruaje apenas lo levantaron y amarraron un tirante roto.

Es como lo anterior, evidente, que el maligno polaco, riéndose una vez más de las gracias del animal, compadeció, si cabe en lo posible, a su vecino que iba a construir un alambrado infranqueable por su toro. Seguramente se frotó las manos: ¡ no podrán decir nada esta vez si toro come toda avena!

Después de su trabajo en cualquier plaza de provincias, volvía al hotel seguido de su cuadrilla, pues todos vivían juntos. Sentábase sudoroso, con la grata fatiga del triunfo, sin quitarse el traje de luces, y acudían los «inteligentes» de la localidad a felicitarle. Había estado «colosal». Era el primer torero del mundo. ¡Aquella estocada del cuarto toro!...

Era una oreja del toro, que enviaba el matador como testimonio de su brindis. Al terminar la fiesta se había esparcido ya por la ciudad la noticia del gran éxito de Gallardo. Cuando el espada llegó a su casa le esperaban los vecinos frente a la puerta, aplaudiéndole como si realmente hubiesen presenciado la corrida.

Su entendimiento era el de un toro de ocho años y su fuerza también, sobre todo cuando se ponía ó lo ponían colérico; por cuya razón era muy respetado y temido, y ninguno quería contradecirle aunque dijese una barbaridad, y solía decirlas de monumental calibre. Indudablemente fué el P. Procopio eco fidelísimo de la opinión general.

La amenazadora expresión de su ceño, la prominencia de su frente abultada y aquel mirar hosco daban a su cabeza semejanza con la espantable testa del toro jarameño cuando aparece en el circo, y reconoce con su mirar de fuego el ansioso público, y parece que él mismo, antes de empezar la lidia, se espanta de la barbarie que se prepara. La nariz de Nazaria se infló hasta no poder más.

Permaneció entre barreras, evitándose toda fatiga hasta que soltasen el otro toro que había de matar. Le dolía la pierna herida por lo mucho que había corrido. Ya no era el mismo: lo reconocía.

Esto de suponer que el toro no desarrolla su verdadera naturaleza de fiera mientras no llega a la plaza, es algo así como imaginarse que el tigre tampoco desarrolla la suya hasta que lo llevan a un circo.