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Actualizado: 18 de mayo de 2025
A mí, Mariquita, no me gusta nada de lo que sale de lo regular; en particular a las mujeres, les está tan mal no hacer lo que hacen las demás, que si fuese hombre, le había de huir a una mujer así, como a un toro bravo. En fin, tu alma en tu palma; allá te las avengas. Pero añadió con su acostumbrada bondad eres muy niña y tienes que dar más vueltas que da una llave.
Paula compró grandes partidas de vino y lo vendía al por mayor a los taberneros de Matalerejo; empezó bien el comercio gracias a su inteligencia, a su actividad. Ella trabajaba por los dos. Francisco era muy fantástico, según su mujer. Le gustaba contar sus hazañas, y hasta sus aventuras, esto en secreto, después de colocar unos cuantos pellejos de Toro, al beber en compañía del parroquiano.
Cuando el espada se despegó del toro, quedando inmóvil, corrió éste con paso inseguro, bramadoras las narices, la lengua pendiente entre los labios y el rojo puño del estoque apenas visible en lo alto del ensangrentado cuello.
Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó la cabeza y hundió los cuernos entre los dos hilos. Se oyó un agudo gemido de alambre, un estridente chirrido que se propagó de poste a poste hasta el fondo, y el toro pasó. Pero de su lomo y de su vientre, profundamente abiertos, canalizados desde el pecho a la grupa, llovían ríos de sangre.
Vean ustedes si Pepe Vera sabe jugar con el toro clamó el joven sentado junto a Stein, con voz que a fuerza de gritar se había enronquecido. El duque fijó entonces su atención en Marisalada. Desde su llegada a la capital de Andalucía, ahora fue la primera vez que notó alguna emoción en aquella fisonomía fría y desdeñosa. Hasta aquel momento nunca la había visto animada.
La amazona fue despedida de la silla, al mismo tiempo que un alarido de emoción de muchos centenares de bocas sonaba a lo lejos. El caballo, al librarse de los cuernos, salió corriendo como loco, con el vientre manchado de sangre, las cinchas rotas y la silla tambaleante sobre el lomo. El toro fue a seguirlo; pero en el mismo instante, algo más inmediato atrajo su atención.
Erguido como siempre, grave, imponente, hablando apenas; pero adelgazaba, se hundían los fieros ojos, sólo quedaba de él el macizo esqueleto, marcábanse en aquel cuello, que antes parecía la cerviz de un toro, los tendones y arterias entre la piel colgante y flácida, y los arrogantes mostachos, cada vez más blancos, caían con desmayo como una bandera rota.
Entró Guillermina, que también hubo de llevar sus notas de alegría al concierto general. «Ya era tiempo dijo antes de meterse en el rincón en que solía estar . No aguardo sino a que descanse del viaje para ir a echarle el toro... Me tiene que dar para concluir el piso bajo. Y lo hará, porque le hemos traído con esa condición: que favorezca la beneficencia y la religión. Dios le conserve».
Su mirada recorrió aquel brazo hasta el hombro, hasta el cuello, hasta el blanco rostro que sonreía fijamente. Sostenido por los dos brazos de su padre, se levantó. Vacilaba sobre sus piernas, como un toro que ha recibido un hachazo. ¡Por Dios, hijo mío, vuelve en ti! exclamó el anciano tomándolo por los hombros. La desgracia se ha consumado. Somos hombres, tenemos que resignarnos.
Gallardo, que adivinó en su fuga la súbita inmovilidad del toro, no saltó la barrera: se sentó en el estribo y así permaneció algunos instantes, contemplando a su enemigo a pocos pasos. La derrota acabó en aplausos por este alarde de serenidad.
Palabra del Dia
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