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Miró a la calle y vio por segunda vez a Guillermina que subía. «¿Pero qué trae en la mano?, un palo y un garfio de hierro. ¡Vaya con la santa esta! Algo que le han dado. Dicen que lo acepta todo. Véase por dónde yo le podría ayudar a su obra, dándole media docena de llaves viejas que tengo aquí.

Mañana nos vamos allá». Doña Lupe no iba a ver a Mauricia por pura caridad. Tiempo hacía que Guillermina la fascinaba, más por el señorío que por la virtud, y ya que la gran fundadora iba a hacer patente su santidad, teniendo por corte a las damas más encopetadas, en lugar accesible a doña Lupe, ¿por qué no había esta de intentar meter la jeta? Pues qué, ¿no era ella también dama?

Viene a visitarte el que hizo los Cielos y la Tierra... Te parecerá a ti que no lo mereces... Pues aunque no lo merezcas, él viene, y sabido se tendrá por qué. La vivacidad, la gracia y el fervor con que Guillermina decía estas cosas, impresionaron a las cuatro mujeres que las oían. Severiana soltaba dos lagrimones.

«Nada, nada pensó Jacinta , este hombre es un chalán. No tratar con esta clase de gente. Mañana vuelvo con Guillermina y entonces... aquí te quiero ver. Para usted dijo luego en voz alta , lo mejor sería una cantidad. Me parece que está la patria oprimida».

Volvió la fundadora a sermonearle, pues no se contentaba con promesas, y se despidió diciendo que si no estaban el jueves, se podía quedar con ellos. Salió el Sr. Pepe, haciendo cortesías, hasta media calle, y las dos señoras subieron despacio hacia la del Ave-María. «Bueno dijo Guillermina ; antes de separarnos, quedaremos en algo. ¿Quiere usted ir a mi casa? ¿Sabe usted dónde vivo?».

Al volver a su casa, tenía la Delfina vivos deseos de saber si Guillermina había hecho algo. Llamola por el balcón; pero la fundadora no estaba. Probablemente, según dijo la criada, no regresaría hasta la noche porque había tenido que ir por tercera vez a la estación de las Pulgas, a la obra y al asilo de la calle de Alburquerque. Aquel día ocurrió en casa de Santa Cruz un suceso feliz.

Te advierto que de ninguna manera te has de librar de , pues aunque te vuelvas el mismo Demonio, te he de pedir dinero y te lo he de sacar. Vamos; ponme eso. No me da la gana. Y diciéndolo empezaba a redactar la orden. Así, así... decía Guillermina dictando . «Sr. D... haga usted el favor de dar los palos...». Por ahí... los palos... Leña, que te den leña es lo que a ti te viene bien.

«Con que no lo olvides... Preséntate en cualquier estudio, y eres un hombre. Con tu piojín a cuestas, serías el San Cristóbal más hermoso que se podría ver. Adiós, adiós...». Más escenas de la vida íntima i Saliendo por los corredores, decía Guillermina a su amiga: «Eres una inocentona... no sabes tratar con esta gente. Déjame a , y estate tranquila, que el Pituso es tuyo. Yo me entiendo.

Es que sentía un cierto consuelo en confeccionar ropas de niño y en suponer que aquellas mangas iban a abrigar bracitos desnudos. Ya había hecho dos visitas al asilo de la calle de Alburquerque y acompañado una vez a Guillermina en sus excursiones a las miserables zahúrdas donde viven los pobres de la Inclusa y Hospital.

Eso es, bruto, encenágate más; hazte más materialista y más gozón, a ver si te sale la felicidad... Eres un soberbio, un tonto... Mira, sobrino, me voy, porque si no me voy te pego con tu propio bastón. Y él estaba tan abstraído que ni siquiera la sintió salir. vi Comió con regular apetito en compañía de su hermana y de Guillermina.