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Volvieron a la casa a las diez y media, porque Barbarita quería enterarse de cómo había pasado su hijo la noche, y entonces fue cuando Jacinta reveló lo del Pituso a su mamá política, quedándose esta tan sorprendida como poco entusiasmada, según antes se ha dicho.

Al sentir la molestia del vestir volviole el mal humor, y trajéronle un espejo para que se mirara, a ver si el amor propio y la presunción acallaban su displicencia. «Ahora, a cenar... ¿Tienes ganita?». El Pituso abría una boca descomunal y daba unos bostezos que eran la medida aproximada de su gana de comer. «Ay, ¡qué ganitas tiene el niño! Verás... Vas a comer cosas ricas...».

Sabía que la tarasca que le robaba su marido era la misma con quien tuvo amores antes de casarse, la madre del Pituso muerto, la condenada Fortunata que le había dado tantas jaquecas. Deseaba verla... pero no; más valía que no la viera jamás, porque si la veía, de fijo se le iba el santo al Cielo.

Bueno, hija, le echaremos un vistazo... No es que yo crea... Necesito pruebas; pero pruebas muy claritas... No me fío yo de un parecido que puede ser ilusorio, y mientras Juan no me saque de dudas seguiré creyendo que a donde debe ir tu Pituso es a la Inclusa. v ¡Excelente y alegre cena la de aquella noche en casa de los opulentos señores de Santa Cruz!

Jacinta echó un vistazo a todo aquel conjunto, y entre las respetables personas que formaban el corro, distinguió una cuya presencia la hizo estremecer. Era el Pituso, que asomando por entre el ciego grande y el chico, atendía con toda su alma a la música, puesta una mano en la cintura y la otra en la boca. «Ahí está» dijo al Sr. Izquierdo, que al punto le sacó del grupo para llevarle consigo.

El Pituso se le metía al instante entre ceja y ceja. ¡Le estaba viendo! La contemplación ideal de lo que aquellas facciones tenían de desconocido, el trasunto de las facciones de la madre, era lo que más trastornaba a Jacinta, enturbiando su piadosa alegría.

Al caer en la cuenta de lo tarde que era, púsose precipitadamente el manto, y se despidió del Pituso, a quien dio muchos besos. «¡Qué fuerte te da, hijale dijo su hermana sonriendo. Y razón tenía hasta cierto punto, porque a Jacinta le faltaba poco para echarse a llorar. Y Barbarita, ¿qué había hecho en la mañana de aquel día 24? Veámoslo.

Mirábalas el Pituso sonriendo con malicia, y los demás niños se apoderaron de ellas, tomando todo género de precauciones para librarlas de las manos destructoras del salvaje, que no se apartaba de su madre adoptiva. El instinto, fuerte y precoz en las criaturas como en los animalitos, le impulsaba a pegarse a Jacinta y a no apartarse de ella mientras en la casa estaba...

Jacinta examinó al Pituso chico y... cosa rara, volvió a advertir parecido con el gran Pituso. Le miró más, y mientras más le miraba más semejanza. ¡Santo Dios! Llamole, y el señor Izquierdo dijo al niño con cierta aspereza atenuada que en él podía pasar por dulzura: «Anda, piojín, y da un beso a esta señora». El nene, en pie, se resistía a dar un paso hacia adelante.

Quelo un pez... gruñó el Pituso frotándose con mal humor los ojos. Mira le decía Rafaela , tu mamá te va a comprar un pez de dulce. Pae Pepe... repitió el chico llorando. ¿Quieres una pandereta?... , una pandereta grande, que suene mucho. Las tres hacían esfuerzos para acallarle, ofreciéndole cuanto había que ofrecer. Después de comprada la pandereta, el chico dijo que quería una naranja.