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Así que hubieron pasado los diez minutos que me fueron concedidos, consultó mi hombre su cronómetro y haciendo notar que yo no había cumplido mi palabra se dirigió a la orilla y dio comienzo el embarco. A la sazón salía, yo de la casa, y al ver la jugarreta que iban a hacerme, eché a correr, llegando al embarcadero en el preciso momento en que la barca se apartaba de la orilla.

La mazmorra estaba oscura, mas por la puerta entraba la última claridad del día, y las dos mujeres allí encerradas se podían ver y se veían, aunque más bien como bultos que como personas. Mauricia alargó las manos con ansia hasta tocar la botella, pronunciando palabras truncadas y balbucientes para expresar su gratitud; pero la monja apartaba el codiciado objeto. «¡Eh!... las manos quietas.

¡Ah, , Sol! y Sol le pasaba la mano por la frente, y le apartaba de ella los cabellos húmedos. Lucía arreglaba las almohadas de manera que Ana pudiera estar como sentada. Sus amigas todas rodeaban la cama, y Ana, sin fuerzas aun para hablar, les pagaba sus miradas de angustia con otras de reconocimiento. Parecía que era dichosa.

Sin cuidado ya con respecto a Juan, que estaba aquel día mucho mejor, doña Bárbara volvió a echarse a la calle con su escudero y canciller. Aún faltaban algunas cosillas, la mayor parte de ellas para regalar a deudos y amigos de la familia. Del pensamiento de la gran señora no se apartaba lo que su nuera le había dicho. ¿Qué casta de nieto era aquel?

En el primer peldaño de la escalera estaba sentada una mujer que vendía higos pasados en una sereta, y por poco no la planta el zapato de orillo en mitad de la cara. Y todo porque no se apartaba de un salto para dejar el paso libre... «¡Vaya dónde se va usted a poner, tía bruja!... Afuera o la reviento de una patada...».

Comenzó entonces para las dos amigas una existencia valetudinaria. Lucía no se apartaba de Pilar, sacándola al balcón a respirar el fresco si hacia bueno, acompañándola si no en su cuarto, procurando entretenerla y hacerle menos tediosas las horas. Sentía ya la enferma esa impaciencia, ese deseo de mudar de aires y sitios que acosa generalmente a cuantos padecen su mal.

La institutriz parecía absorta y abismada en sus pensamientos, porque no apartaba la vista del frasco de mostaza que delante de tenía y dejaba pasar largos intervalos sin mover el tenedor que apretaba entre sus dedos. Los lamentos de la niña eran prolongados y se repetían sin cesar y sin debilitarse.

Pero el pájaro no separó sus agudas garras de las mallas de plomo y no dejó de agitar en la ventana sus grandes alas mientras que su amo permaneció en la casa. Luisa, llena de miedo, apartaba de él los ojos.

La prueba es que en el momento en que su hija se ponía enferma, no se apartaba de ella un instante, ni de día ni de noche. Verdad es que, aun en tal estado, su voluntad no dejaba de seguir activa, haciéndole tragar las medicinas con terrible exactitud, no consintiéndole sacar un brazo fuera, ni dar tantas vueltas, etc., etc. Esto era irremediable.

Y no volvió a ver a Luz; pero lejos de borrársele su imagen en la memoria, más se ahondaban sus trazos cada día al calor del pensamiento, que no se apartaba de ella un solo instante. Llegó a creer que en aquel señorío que el recuerdo de Luz había hecho de su corazón y de su fantasía, había algo de inspiración sobrehumana.