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Aquella noche, mientras tomaban café en el terrado adornado de naranjos y adelfas y Blanca descifraba en el piano un nocturno de Chopin, estaban discutiendo la cuestión de una nueva institutriz y la de Candore se quejaba vivamente de la dificultad de hallar una reemplazante para miss Dodson.

Es preciso; no puedo interceder por ti con mi madre sin confirmar sus sospechas... Si es que no tiene más que sospechas. Por otra parte, no puedes estar eternamente al lado de Blanca como institutriz. No, pero puedo estar como hermana y como tu mujer. ¿No estamos casados? Sin duda, sin duda, pero estaría muy mal elegido el momento para semejante confesión.

Pero no debió ser grande el desahogo, porque la criatura tornó á llevar sus diminutas manos á la garganta, gritando con más ansiedad: Me apieta, mamá, me apieta. No es sierto exclama la institutriz; la servilleta está bien puesta. No sea usted mimosa, señorita, ó la enserraremos mientras se come.

El conde se puso á mirar con indiferencia los árboles y las montañas que se percibían al través de los cristales. Octavio se obstinaba en sacudir con el junquillo los pantalones, haciendo saltar nubecillas de polvo, apenas perceptibles. La condesa se entretenía en jugar con los rizos de su niña, y la institutriz hacía bolitas de pan con los dedos, mirando fijamente al frasco de mostaza.

Es lástima, mamá, que no vivas en la ciudad insinuó como al descuido Raúl: allí encontrarías fácilmente una institutriz que, sin vivir en casa, iría a dar a mi hermana unas cuantas lecciones ya muy suficientes. Ese sería el ideal. Desgraciadamente, en un agujero como éste es imposible. Se engaña usted, señor conde. ¿Cómo es eso? Tiene usted a mano el ideal soñado, señora condesa.

La institutriz parecía absorta y abismada en sus pensamientos, porque no apartaba la vista del frasco de mostaza que delante de tenía y dejaba pasar largos intervalos sin mover el tenedor que apretaba entre sus dedos. Los lamentos de la niña eran prolongados y se repetían sin cesar y sin debilitarse.

El señor Neris vivía solo en el vasto castillo desierto arrastrando su pena por los lugares en que su hija había vivido y crecido ante su mirada paternal y donde a cada paso encontraba sus huellas, en la arena de los paseos por donde se paseaban juntos, corriendo ella delante de él con su aro o apoyada zalameramente en su brazo; en la verde alfombra de las praderas en que la niña retozaba cuando no era más que una pequeñuela, y donde, ya grandecita, cogía para él grandes ramos campestres que le llevaba llena de alegría; en la sala de estudio y en la mesa de trabajo cargada de libros y papeles, donde la traviesa niña se burlaba de los defectos de la institutriz, joven o vieja, guiñando el ojo al indulgente tío, cómplice de sus malicias.

Sus temores de marras empezaban a condensarse, y atando cabos y observando pormenores, trataba de personalizar las distracciones de su marido. Pensaba primero en la institutriz de las niñas de Casa-Muñoz, por ciertas cosillas que había visto casualmente, y dos o tres frases, cazadas al vuelo, de una conversación de Juan con su confidente Villalonga.

El resultado de su diplomacia fue que la semana siguiente Julieta Raynal daba su primera lección en Candore ante la mirada severa de la condesa, benévola de Neris e indiferente, al menos en apariencia, del joven conde. Julieta iba ya todos los días al castillo, donde todo el mundo le hacía la más simpática acogida. Blanca estaba encantada de su institutriz.

El joven reservaba todas sus atenciones para la señora de Raynal y todas sus felicitaciones a Blanca, y ese homenaje indirecto al mérito de la institutriz y a su abnegación filial valía más que la más delicada adulación. ¡Qué metamorfosis en mi hermana! decía algunas veces. ¿No le parece a usted, señorita? Hasta aquí no era más que una niña.