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Me apieta la servilleta concluye por exclamar en tono lastimero la niña que se sienta al lado de la institutriz. Es una hermosa criatura de cinco años á lo sumo, con rostro trigueño y cabellos negros ensortijados, que caen en profusión sobre el cuello y la frente. La institutriz, sin despegar los labios, lleva sus manos al cuello de la niña y afloja la servilleta.

A tampoco me contraría, señorita, se lo aseguro a usted. Este chispeante diálogo, que parecía hacer las delicias de la candorosa institutriz, en aquellos lugares presente, fue interrumpido por la súbita y bulliciosa irrupción de dos o tres jóvenes amigas que invadieron el saloncito de Mariana.

Pero lo que más resalta en este rostro es la blancura deslumbradora de la tez. No debe comparársela al marfil, á la nieve, al nácar ó á la leche, porque la tez de una mujer hermosa vale más que todas estas cosas juntas. La imaginación no puede concebir nada más delicado, más terso y más suave que el cutis de la blonda institutriz.

Al extremo de la cubierta de paseo jugueteaban tres niños vigilados por una institutriz. Tal vez les pertenecía aquel libro que había hecho pasar á Gillespie cuatro horas de continuos ensueños, inmóvil en un sillón, mientras por el interior de su cráneo desfilaban las escenas de una historia tan interesante como inverosímil.

De este modo no había ninguna alarma en la de Candore, ninguna desconfianza en la institutriz, y Raúl llegaba pacíficamente a sus fines por caminos de travesía. A principio del verano la salud de la señora de Raynal se alteró sensiblemente.

La señorita Clotilde y su marido tienen el bajo, que es independiente; doña Carmen, Julia y yo, el principal. En Madrid ellas dos apenas se veían. Por eso han sido aquí los rozamientos, en cuanto se han acercado. Además, ella quiso meterse monja... ponerse de institutriz... ¿cómo había de permitirlo la señora? Todo está explicado. ¡Claro! Aquí han sido los disgustos gordos.

¿Y era, si no es indiscreción?... Liette Raynal. Raúl se mordió los labios. En el estado de ánimo en que se encontraba, aquel nombre sonaba de un modo particularmente desagradable a su oído. Pero no por eso perdió la ocasión de preguntar con maña: ¿La institutriz de mi pobre Blanca? , era una persona de mérito añadió con indiferencia. ¿Qué ha sido de ella? Sigue en Candore.

Y, en efecto, charla en esos propios instantes a más y mejor en amor y compañía de su inolvidable institutriz miss Eva Brown, de la gentil millonaria norteamericana miss Ketty Nicholson, de petrolesco olor, según detenidas observaciones de Pierrepont, sin que falte en el arcangélico coro aquella por siempre famosísima señorita de Chalvin, que se encabritaba como un caballito resabiado, según confesión de su misma interesante mamá, cuando en algo se le contrariaba.

Los criados la aborrecían por el orgullo insufrible que comenzó a manifestar así que se dió cuenta de su estado de princesa heredera; por no encontrar tampoco en ella ninguna compasión para sus faltas. La que más padeció en su servicio fué la institutriz inglesa que su padre la había traído. Era ya entrada en años, pero tenía gusto en vestirse y aliñarse como una damisela.

JESSY. ¡Oh! ¡Mamá es muy correcta...! ¡Nunca se llevó mal con las buenas costumbres...! Yo también era correctísima. Poseo todos mis certificados y hubiera podido ser institutriz, como Blanquita... ¿Sabe usted a qué Blanquita me refiero...? TALMA. A la heroína del señor Brieux. Le aconsejo a usted la escena del acto tercero. JESSY. Ya es demasiado tarde.