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Jacinta mojaba sus dedos en ella diciendo con temor: «¿estará muy fría?, ¿estará muy caliente? ¡Pobre ángel, qué mal rato va a pasar!». Benigna no se andaba en tantos reparos, y ¡pataplum!, le zambulló dentro, sujetándole brazos y piernas. ¡Cristo! Los chillidos del Pituso se oían desde la Plaza Mayor.

«¿En dónde está el Pitusopreguntó Jacinta a mitad del camino. Izquierdo miró al patio donde jugaban varios chicos, y no viéndole por ninguna parte, soltó un gruñido. Cerca del 17, en uno de los ángulos del corredor había un grupo de cinco o seis personas entre grandes y chicos, en el centro del cual estaba un niño como de diez años, ciego, sentado en una banqueta y tocando la guitarra.

No tenía él ni idea remota de que existieran aquellas manos de mentira, dentro de las cuales estaban las manos verdaderas. «¡Pobrecito! exclamó con vivo dolor Jacinta, observando que el mísero traje del Pituso era todo agujeros.

Fortunata notó en la cara apacible de la fundadora cierta severidad estudiada, y para romper aquel hielo, dijo lo siguiente, cuya oportunidad podría dudarse: «Este que es el Pituso legítimo, el de la propia tía Javiera, ¿verdad, señora? ¡Ah!, ¿no sabe? En cuanto mi tío José oyó decir que usted venía, salió de carrera, como alma que lleva el diablo». Por el miedo que me tiene.

Izquierdo les ofreció las dos sillas que en la estancia había, y él se sentó sobre un baúl, poniendo al Pituso sobre sus rodillas. Rafaela cuenta que en aquel momento se le ocurrió un plan infalible para defenderse del monstruo, si por acaso las atacaba. Desde el punto en que le viera hacer un ademán hostil, ella se le colgaría de las barbas.

Algo había oído ella contar del desmedido afán de aquella señora por tener hijos; pero Mauricia le dijo algo más, contándole también el caso del Pituso, a quien Jacinta quiso recoger creyéndolo hijo de su marido y de la propia Fortunata.

Lo más particular era que seguía queriendo al Pituso, y que su cariño y su amor propio se sublevaban contra la idea de arrojarle a la calle. No le abandonaría ya, aunque su marido, su suegra y el mundo entero se rieran de ella y la tuvieran por loca y ridícula.

No se hacía de rogar el Pituso. Empezaba a ser descarado. Jacinta sacó un paquetito de caramelos, y él, con ese instinto de los golosos, se abalanzó a ver lo que la señora sacaba de aquellos papeles. Cuando Jacinta le puso un caramelo dentro de la boca, Juanín se reía de gusto. «¿Cómo se dicele preguntó Izquierdo.

Lo más particular fue que si cuando la fisonomía del Pituso estaba embadurnada creyó Jacinta advertir en ella un gran parecido con Juanito Santa Cruz, al mirarla en su natural ser, aunque no efectivamente limpia, el parecido se había desvanecido. «No se parece» pensaba entre alegre y desalentada, cuando Izquierdo le señaló la puerta para que entrase.

Aquello podría ser muy bien una niñería; pero ella tenía sus razones para obrar así. El plan que concibió para presentar al Pituso a la familia e introducirlo en ella, revelaba cierta astucia. Pensó que nada debía decir por el pronto al Delfín. Depositaría su hallazgo en casa de su hermana Candelaria hasta ponerle presentable.