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El gigante, por todo saludo, me estrechó la mano en silencio, con dos tremendas sacudidas que a poco me desarticulan el brazo por el hombro; su nieta y su hija, con los ojos empañados, me pidieron, mientras comenzaban a desliarse los abrigos, y en voz muy baja algo temblorosa, las noticias de cajón sobre el estado actual de mi tío.

Me he arrojado en sus brazos, me he embriagado con sus besos, he llorado hasta la saciedad sobre su hombro. Estoy serena, enteramente serena, he probado todo lo que la vida podía todavía ofrecer de felicidad a una pecadora como yo. ¿Y ahora? Desde hace horas, me encuentro frente a esta última y grave cuestión: ¡huir o morir!

He callado, porque debía callar; he sufrido cuanto he podido sufrir; pero ya no puedo sufrir más, porque tengo celos. Amparo levantó su cabeza de sobre mi hombro, y me miró con una expresión triste, grave, solemne, al través de sus lágrimas. Luego me dijo con voz opaca y reconcentrada: ¡Celos ! ¡celos por mi amor y celos de otro hombre! ¡Esto es horrible! ¡Esto no puede ser!

Pero Fedro y Cicerón no se hubieran incomodado si estuvieran oyendo por encima del hombro de la maestra, la cual sacaba inmenso partido de lo poco que el discípulo sabía.

Y después de excusarme diciendo que mi padre me esperaba, separé vivamente el hombro de su larga y blanca mano y me eché a correr. Es tan corta la distancia entre la «Villa del Lys» y la nuestra, que mi padre me permite ir y venir sin escolta, y yo no abuso, se lo aseguro a usted, señor cura.

De repente me sacó de mis sueños y contemplaciones la voz del ordenanza, quien tocándome en el hombro, me decía: ¡Ahí está el jefe!... ¡aproveche! Avanza hacia un hombre alto, delgado, de color pálido, ceñudo, pero en cuya fisonomía serena se leía algo de bondadoso que atraía: ¿Qué se le ofrece, paisano?

Con la voz cada vez más ronca y más baja, pasó luego a explicar las instrucciones que el canónigo debía transmitir a su agente. El mismo se narcotizaba con su propio discurso. Ya era imposible comprenderle. Su palabra vacilaba, se extinguía. Entonces, escupiendo, por última vez, dobló la cabeza sobre el hombro, y quedose dormido. El lectoral no supo qué hacer.

Un cuervo de gran tamaño, cuyas negras alas brillaban como un espejo, se posaba sobre su hombro.

Confíame tus tormentos, Roberto dije, poniéndole la mano en el hombro. No soy más que una chica, muy sencilla, pero eso desahogará tu corazón. ¡No puedo! gimió, ¡no puedo! ¿Y por qué? Porque sería mortificante... hasta para ti.

Wilson puso la mano en el hombro de un joven pálido que estaba á su lado, he procurado, repito, persuadir á este piadoso joven para que aquí, á la faz del cielo y ante estas rectas y sabias autoridades y este pueblo aquí congregado, se dirija á y te hable de la fealdad y negrura de tu pecado.