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En aquel momento daban los relojes de las iglesias las diez y media. Dos horas despues, Plácido dejaba la casa del joyero, y grave y meditabundo seguía por la Escolta, ya casi desierta apesar de los cafés que aun continuaban bastante animados. Alguno que otro coche pasaba rápido produciendo un ruido infernal sobre el gastado adoquinado.

Dos años hace era tan robusto como usted, pero sus enemigos consiguieron enviarle á Balábak para trabajar en una compañía disciplinaria y allí le tiene usted con un reumatismo y un paludismo que le lleva á la tumba. El infeliz se había casado con una hermosísima mujer... Y como un coche vacío pasase, Simoun lo paró y con Plácido se hizo conducir á su casa de la calle de la Escolta.

En la Iglesia de San Pedro se celebraban las exequias de Marcilla; y el lúgubre clamor de las campanas anunció a Teruel la hora del funeral aparato: hombres y mugeres de distintas edades acudieron a la casa del difunto, así como los eclesiásticos de San Pedro y de las demás parroquias: el entierro marchaba en esta forma: iban delante los soldados en orden de batalla, detrás cuatro capellanes llevaban en hombros el cuerpo de Marcilla; seguían los oficios con hachas encendidas, los capuces, las gramallas de los deudos y amigos; y en pos de todos una pequeña escolta y casi todo el pueblo de Teruel.

Cuando se fatigaba de cantar silbaba, y todos los del cortejo, contagiados por su alegría, intentaban imitarle. Las muchachas de la escolta, no menos regocijadas y enardecidas por la excursión, acompañaban el canto del gigante golpeando sus casquetes con sus espadas. Las aviadoras de larga pluma coreaban la canción ó los silbidos desde sus máquinas aéreas, que flotaban muy cerca de Gillespie.

, ahí van.... Y el mismo esposo estiró el cuello... y asomó la cabeza.... Lo vio todo. Dio un salto atrás. ¡Infame! ¡es un infame! ¡me la ha fanatizado! Sintió escalofríos. En aquel instante la charanga del batallón que iba de escolta comenzó a repetir una marcha fúnebre. Al pobre Quintanar se le escaparon dos lágrimas.

Con todo aunque usted no ha respondido á mis esperanzas, el día en que cambie de opinion, búsqueme en mi casa de la Escolta y le serviré de buena voluntad. Basilio dió brevemente las gracias y se alejó.

Era la noche del 10 de febrero de 1678. Su excelencia se encontraba arrodillado en el escabel que un lego del convento tenía cuidado de alistarle frente al altar de la Virgen. A pocos pasos de él, y de pie junto a un escaño se hallaban el secretario y el capitán de la escolta.

Marchar siempre acompañados de una escolta de pajaritos de Dios que nos enseñaran el camino y nos deleitaran con su canto, embriagados por los aromas de las flores, inundados de luz, envueltos en la caricia de una primavera eterna. Esto es lo que soñaba cuando tenía catorce años.

Ello fue que Belén, temblando de emoción y con la cara ansiosa, dijo a la monja: «Mauricia ha visto a la Virgen...». Y poco después repetían las otras con indefinible asombro: «¡Ha visto a la Virgen!». Sor Facunda, seguida de su escolta, se acercó a Mauricia, a quien miró un buen rato sin decirle palabra. Estaba la infeliz mujer en la misma postura morisca, la cabeza apoyada sobre las rodillas.

Delante iban las atlotas de traje dominguero, con pañuelos rojos o blancos y faldas verdes, brillando al sol sus grandes cadenas de oro. Junto a ellas caminaban los pretendientes, escolta tenaz y hostil que se disputaba una mirada o una palabra de preferencia, asediando varios a la vez a la misma moza.