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Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos, sin saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el sonambulismo moroso que flotaba en el buque. Cuando uno se tiraba al agua, los otros se volvían momentáneamente preocupados, como si recordaran algo, para olvidarse en seguida.

Falta en ellas por completo la delicada veladura de sus detalles, y las transiciones poéticas; su diálogo es poco flexible y nos ofrecen en confuso desorden lo ordinario, común y trivial, al lado de lo patético, y rasgos de mal gusto envueltos en hinchadas estrofas.

Sin querer, miro a los pies de la niña, unos pies lindos y pequeños de princesa china, envueltos en unas botas muy rotitas, muy rotitas... Esta dolora no la siente ni la rima el poeta malo. Pienso en los cinco leones que quedan en casa, y este emocionante poema del mal poeta casi me hace llorar.

Luego, el rasgón de su vestido, los cómicos y dulces apuros por repararlo, el alfiler con la perla de la princesa... Sólo habían transcurrido unas semanas, y estos sucesos parecían de otra humanidad más feliz, desarrollados en un planeta distinto, envueltos en una luz que no era la de la tierra. Se esforzó por olvidar.

Aquellas luces blancas, intensas, hacían aún más negro y profundo el follaje, borraban los linderos del parque extendiéndolo desmesuradamente. La noche era despejada. En el oriente azuleaba ya la aurora. Hacía un frío intenso. Envueltos en sus gabanes de pieles, los jóvenes salvajes quemaban los últimos cartuchos de su ingenio en honor de las hermosas damas que tenían cerca.

Porque nunca faltó, de una banda o de la otra quien, por descuido, por desgracia o por necesidad, se viera cogido y sepultado en la montaña por una cellerisca de nieve; y eso que no se le regateaban los socorros, sin miedo a los ejemplos de muchos que allá se habían quedado con los socorridos, envueltos en una misma mortaja.

Estábamos al lado de la caída, en su seno mismo, envueltos en los leves vapores que subían del abismo, frente a frente al río tumultuoso que rugía. La apertura de la cascada, formando la cuerda que uniría los dos extremos de la inmensa herradura o semicírculo de que antes hablé, tienen una extensión de 20 metros.

Y señalaba a algunos emigrantes que contemplaban el Océano con aire pensativo, como figuras sacerdotales de hierática majestad, envueltos en luengas vestiduras, mientras sus dedos ganchudos se paseaban por las barbas, se hundían bajo el gorro de piel o avanzaban entre los pliegues y repliegues del pecho.

El llegaba también. La noche huía, y con palidez tétrica la luz temblaba sus fulgores últimos envueltos en la agónica tristeza. Oye el reo anhelante... ¡Ya es el alba! ¡Son los soldados que a llevarle llegan! ¡Es la hora tenebrosa de la muerte...! ¡La muerte misma que fatal se acerca!

Cerca de la cuarta parte de esta cámara ocupábalo un montón de paquetitos envueltos en papel de varios colores, que para cualquiera que por primera vez entrase en ella, sería un misterio. No lo era para Gonzalo ni para ninguno de los íntimos de la casa. Aquellos paquetes guardaban palillos de dientes.