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¡A la, perfección, señor! ¡Si cada que hay una fiesta es la primera! repuso Baldomero, agregando: ¡Y miren que la cortejan!... ¡Pero, señor!... ¡De aquí y de todas partes!... ¡Pero nada!... ¡Yo no qué demonios de ideas le han metido en la cabeza a esta muchacha que no quiere saber nada con «nadies»!... Así me ha sabido decir muchas veces: «¡No me hable, Baldomero! ¡Yo no puedo pensar en «nadies» más que en tata!»... ¡Fíjense!... ¡Y tan muchacha que es!... ¡Y tan linda!... ¡Porque miren que como linda, es linda!... ¿No?...

Simoun se sonreía. Le estraña á usted, dijo con su sonrisa fría, ¿que ese indio tan mal vestido hable bien el español? Era un maestro de escuela que se empeñó en enseñar el español á los niños y no paró hasta que perdió su destino y fué deportado por perturbador del orden público y por haber sido amigo del desgraciado Ibarra.

¡Cosas horribles! murmuró el almadreñero cada vez más asombrado, pues nunca había visto a la labradora en semejante estado ; ¿pero qué, Catalina?... Hable usted; ¿qué decía? ¡Qué sueños he tenido! ¿Sueños?... Por lo visto, usted quiere reírse de . No.

Le ha parecido a Vd. un despilfarro, ¿verdad? ¿Y con qué derecho podría yo pensar así? Vaya, pues deseo que me lo diga Vd.; le doy a Vd. carta blanca para que hable, vaya, que quiero que hable Vd. Era un capricho de niña mimada: curiosidad de saber por qué causa lo que a ella le parecía natural producía mala impresión en el prójimo.

4 También yo escogeré sus escarnios, y traeré sobre ellos lo que temieron; porque llamé, y nadie respondió; hablé, y no oyeron; e hicieron lo malo delante de mis ojos, y escogieron lo que a me desagrada.

No comprenden nada que no sea una cuenta, y al que les hable de otra cosa que del precio del cáñamo, le llaman mala cabeza, holgazán y enemigo de la prosperidad de su país. Se precian mucho de su libertad, pero no les importa que haya millones de esclavos en las colonias.

Doña María exhaló un suspiro en que parecía haberse desprendido de la mitad de su alma, y no dijo más por el camino. Yo tampoco hablé una palabra. Llegamos a la casa, donde con impaciencia y zozobra esperaba a su ama D. Paco.

Porque... tengo ciertas inquietudes.... quiero hablar con Juan... Dígame a ... Sería inútil; Juan será claro; quiero hablar con Juan. ¿Con Juan? protestó la joven alarmada. ¡No, padre, se lo ruego, no le hable de Huberto a Juan! ¡Para qué!... ¡Qué puede él saber!... Es hombre de buen consejo y necesito saber cosas que él solo... ¿Son las ocho? Anda, ve si ha llegado.

Pero bien pronto aquella ternura mimosa, o más bien pueril pasividad de que antes hablé, le inspiró confianzas que nunca había tenido. «No es preciso, hijita, que traigas el cajoncillo. Toma la llave y saca lo que te parezca prudente». La señora así lo hacía.

Hablé con volubilidad y mucho tiempo, radiante de ver que no solamente se olvidaba el cura de reñirme, sino que escuchaba con interés lo que le refería. En vista de mi entusiasmo y mi alegría, reaparecidos como por encanto, le volvieron también súbitamente los colores y el aire risueño.