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Lo más conmovedor eran las interpretaciones que ella hacía respecto de cualquier frase que le escuchaba; siempre Laura les prestaba una significación que no tenían, por embellecerlas y dejar que recayera sobre él un mérito más alto. Carmen se interrumpía, para comentar cada cosa del manuscrito.

Escuchaba vuestros cantos inocentes, que penetraban en mi corazón infantil, inundándolo de una felicidad que nunca más ¡ay! ha vuelto á sentir. No toda la gente estaba en el castañar de la iglesia. En las calles de la aldea había también alguna, y en el Campo de la Bolera más todavía.

Viejo, hombre todavía por lo menos una vez en tu vida. ¡Es preciso que la salves, es preciso, es preciso, es preciso! Y tan ligero como sus piernas cascadas podían llevarlo, se precipitó empujando a su paso a la ama de llaves que escuchaba en la puerta y echó a andar por la escarcha helada y punzante de la mañana de invierno.

Pero yo me hallaba en tan buena disposición de espíritu, que la escuchaba sin disgusto. La hermana San Sulpicio me miraba en tanto con ojos de compasión: parecían decirme: «¡Pobre señor! Conste que yo no tengo la culpa». De vez en cuando fijaba los míos en ella, y también procuraba decirle tácitamente: «No me compadezca usted; me encuentro muy bien.

Ahora su buena suerte le proporcionaba el ser testigo de un drama histórico tal vez más interesante. ¡Lo que podría contar en lo futuro!... Pero le molestaba la distracción é indiferencia de su auditorio presente. Volvía al estudio satisfecho de las noticias de que era portador, febril por comunicarlas á Descoyers, y éste le escuchaba como si no le oyese.

Había conquistado la riqueza, pero era semejante á uno de aquellos forasteros infelices que, al volver á su país, satisfecho de sus ahorros en las minas, se encontrase con la casa destruida y la familia ausente. Aresti le escuchaba moviendo la cabeza, como si lo que su primo le relataba lo hubiese adivinado desde mucho tiempo antes.

Además tenía á tu madre, tenía á la mía, que acababa por ceder á mis peticione. No quiero saber cuánto he perdido: me daría rabia... Deben ser millones. La sonrisa de conmiseración con que la escuchaba Miguel pareció enardecerla. Pero entonces yo no sabía... Ahora necesito ganar, y juego de otro modo. Lo que me falta es capital. ¡Si yo tuviese capital para trabajar!...

Y bien le dijo Oliverio, ¿nos reconoces? No del todo replicó ella ingenuamente. Cuando estaba lejos de vosotros os veía de otra manera. Yo estaba como clavado en mi asiento. La miraba, la escuchaba y por mucho que ella notara en nosotros un cambio, el que yo advertía en ella era aún más efectivo y sin duda más completo, ya que no más profundo. Estaba más morena.

No obstante, no comprendió más que a medias el trato que le querían hacer. Abordó con una desconfianza respetuosa a la señora Chermidy. La viuda no juzgó conveniente entrar en explicaciones con él hasta que no hubiese recibido una respuesta de don Diego. Estaba muy agitada y daba apresurados pasos por el salón. Escuchaba a le Tas sin oírla y miraba al ex presidiario sin verle.

Yo escuchaba con afectada atención, pero el severo D. Oscar comenzó a dar señales de impaciencia y concluyó por decir: Bueno, doña Tula; ya le irá usted dando esas noticias poco a poco, pues de una vez todas no es fácil que las retenga. Verdad, don Oscar, verdad. Tiene usted mucha razón. ¡Como soy tan polvorilla!... Lo mismo era mi difunto.