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De toda la familia del marido, Aresti era el único que lograba despertar en ella cierta simpatía. Además, Sánchez Morueta siempre estaba ausente; sólo le veía por la noche, y aunque la escuchaba con los ojos puestos en ella, su pensamiento estaba lejos, muy lejos.

Don Bernardino escuchaba sin pestañear, con una sonrisa de encargo en la punta de los labios, y la frase de alabanza preparada ya para salir a escena, en la punta de la lengua, así que S. E. terminara la regocijada relación. Graciosísimo, mi querido doctor, ¡muy bueno, muy bueno! ¡qué sal la suya y qué memoria! porque se necesita memoria... ¡vaya si se necesita!

Soy bien digna de lástima, Miguel. Pero Miguel, mientras la escuchaba, parecía dominado por una preocupación tenaz. ¿Y el padre? ¿Quién es el padre? El tono de su voz casi fué igual al de antes: un tono de curiosidad hostil, de agresivo despecho. Volvió á repetirse su sorpresa al ver que ella levantaba los hombros. No lo ; no me importa.

Cecilia, en pie, en medio de la habitación, le escuchaba inquieta y confusa, sin saber qué replicar. Quería defender a su hermana; pero no encontraba argumentos bastante poderosos para contrarrestar los de su cuñado.

Si hubiera seguido tras el sargento mayor, se hubiera visto obligado á pasar por la puerta de su aposento. Y entonces hubiera tropezado con un bulto que estaba colocado delante de él. Aquel bulto era el sargento mayor. Escuchaba. Está sola y llora dijo ; ¿dónde estará el bufón? Y volvió á escuchar.

Miguel le escuchaba distraído, pensando en su hermana y en su madrastra, echando cálculos alegres sobre la vida feliz que iba a hacer en su compañía, recordando con placer los pormenores de la entrevista que con ellas acababa de tener. Cuando el cadete hizo una pausa, le preguntó por hablar algo: ¿Y V. es natural de Madrid?

Escuchaba Feli con asombro el relato de estas costumbres primitivas que se desarrollaban a las puertas de una gran ciudad.

Nélida, con un ligero temblor, mezcla de miedo y de placer, se agarraba convulsivamente a su brazo. Fernando sonrió: mejor era así. ¡Si alguien hubiese osado la menor burla!... Y ella le escuchaba con asombro y satisfacción. ¿Habría sido capaz de pelearse por ella?... ¿Lo mismo que en las novelas o en el teatro?

Porque ideas fijas... Dios las diera; había leído muy poco y nutría su entendimiento de lo que en los cafés escuchaba y de lo que los periódicos le decían. No sabía fijamente si era liberal o no, y con el mayor desparpajo del mundo llamaba doctrinario a cualquiera sin saber lo que la palabra significaba.

Explicaba Cacambo á Candido todo quanto decia el huésped, y lo escuchaba Candido con tanto pasmo y maravilla como tenia en decírselo su amigo Cacambo. ¿Pues qué pais es este, decían ambos, ignorado de todo lo demas de la tierra, y donde la naturaleza entera tanto de la nuestra se diferencia?