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Era fea: angustiaba a sus vecinas y compañeras de mercado con su tosecilla continua y molesta, pero todas la querían. ¡Criatura más trabajadora!... Horas antes de amanecer ya temblaba de frío en el huerto cogiendo fresas o cortando flores; era la primera que entraba en Valencia para ocupar su puesto en el mercado; en las noches que correspondía regar, agarraba valientemente el azadón, y con las faldas remangadas ayudaba al tío Tòfol a abrir bocas en los ribazos, por donde se derramaba el agua roja de la acequia, que la tierra sedienta y requemada engullía con un glu-glu de satisfacción, y los días que había remesa para Madrid, corría como loca por el huerto saqueando los bancales, trayendo a brazadas los claveles y rosas, que los embaladores iban colocando en cestos.

Y el atleta, por encima de la gente, agarraba al chiquillo con una mano que parecía una garra. Le asía del primer sitio que encontraba; elevábale hasta el nivel del santo para que besase el bronce y lo devolvía como una pelota a los brazos de su madre. Todo con rapidez, automáticamente, dejando un chiquillo para coger otro, con la regularidad de una máquina en función.

Escapádose habían familiar y alguacil del Santo Oficio, cuando los alcaldes y los alguaciles de la justicia ordinaria pusiéronse en persecución de los que más bien que huían se esquivaban, por excusarse el familiar de preguntas y de respuestas con los otros alcaldes, y el alguacil por seguir a su superior; que lo que el familiar anhelaba era que la calle quedase libre para entrarse en la casa de la indiana, y contemplar otra vez al sol resplandeciente de su hermosura; y como iban corriendo por la callejuela que daba la vuelta a la manzana donde estaba la casa de doña Guiomar, vieron que un bulto, que delante de ellos iba, saltaba y se agarraba a las asperezas de una tapia, y se alzaba y se estiraba, y por el caballete de la tapia desaparecía; y no deteniéndose por esto, siguieron familiar y alguacil su carrera, dieron la vuelta, hallándose al fin del rodeo en la misma calle de las Sierpes donde había pasado la pendencia, y vieron que en ella no había un alma viviente, ni se oía otro ruido que el del vientecillo de la noche, que zumbaba dulcemente en las encrucijadas.

Ya estaban lejos aquellos tiempos en que toda su banda de amigotes se agarraba a tiros con la tropa en las calles de Alcira, dando vivas a la Federal... Su soledad y la tristeza de la derrota, le hicieron entregarse más que nunca a la música. Sólo tenía una alegría en medio de la desesperación que le causaba el fracaso de sus perversas ideas. Leonora amaba la música tanto como él.

Pero la catedral, insensible a las vicisitudes humanas, estaba allí como siempre, y a ella se agarraba, ocultándose en sus entrañas para morir tranquilo, sin más anhelo que ser olvidado, pereciendo antes de hora, gustando la amarga felicidad del anonadamiento, dejando en la puerta, como una bestia que se despoja de la piel, aquellas rebeldías que le habían atraído el odio de la sociedad.

Salvador notó que la dama se agarraba más fuertemente a su brazo. Al sentir los puntiagudos dedos de esqueleto y el roce de los viejos tafetanes del vestido, así como el de las pieles impregnadas de olor de sepulcro, sintió que era una verdad aquel frío glacial de que la dama hablaba. Hace mucho frío, señora. Y las calles están muy solitarias.

Mientras tanto, el sacerdote, que había llegado con don Pablo, parecía huir también de las voces y ademanes descompuestos con que éste acompañaba sus órdenes, y agarraba suavemente al señor Fermín, ponderando el hermoso espectáculo que ofrecían las viñas. ¡Cuan grande es la providencia de Dios! ¡Y qué cosas tan hermosas crea! ¿No es cierto, buen amigo?... El capataz conocía al sacerdote.

Si insistía, el más fuerte de la banda lo agarraba de un brazo, apartándolo para que otro ocupase su lugar.

Y la muchacha, como si estuviera hilando un capullo, agarraba estos cabos sueltos de su memoria y tiraba y tiraba, recordando todo lo de su existencia que tenía relación con Tonet: la primera vez que lo vió, y su compasiva simpatía por las burlas de las hilanderas, que él soportaba cabizbajo y tímido, como si estas arpías en banda le inspirasen miedo; después, los frecuentes encuentros en el camino y las miradas fijas del muchacho, que parecían querer decirla algo.

Era una matrona de potentes caderas, en cuyas entrañas renacía la vida; de robustos y voluminosos pechos, siempre hinchados de leche densa y amarga. A un pecho se agarraba el Recuerdo, gimiendo al paladear el líquido de acíbar; al otro el Olvido, que chupaba cerrando los ojos, queriendo dormir.