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El confesor, que era un reverendo fraile franciscano, bueno y crédulo, aprobó la conducta de la duquesa, y no sólo la aprobó, sino que la excitó á que la cumpliese cuanto antes. Preparáronse dos habitaciones y empezó el encierro. Cuando la duquesa se levantaba, llamaba.

Si bien disgustadísimo con la silenciosa tristeza de su hijo, cuya salud, aunque robusta, pudiera resentirse, como D. Pedro era hombre que se levantaba al amanecer y bregaba mucho durante el día, luego que acabó de fumar un buen cigarro habano de sobremesa, acompañándole con su taza de café y su copita de aguardiente de anís doble, se sintió fatigado y, según costumbre, se fue a dormir sus dos o tres horas de siesta.

En los días sucesivos se alteraron un poco sus hábitos. Estaba mucho menos tiempo fuera de casa: dentro no se escuchaban aquellos juramentos y amenazas que por el más insignificante descuido dejaba escapar de su boca: se levantaba tarde, se acostaba temprano: jugaba largas horas al rentoy con los parroquianos, y en las disputas que el juego suele engendrar mostrábase tolerante y conciliador.

Solía ir también por allá D. Gerardo Piquero, que había sido administrador de la Aduana de Puerto Rico y estaba jubilado. Se murió hace dos años el pobre. Iba á las nueve; yo nunca llegaba hasta después de las nueve y media. En cambio, á las diez y media en punto levantaba tiendas, mientras yo acostumbraba á quedarme hasta las once ó algo más.

Estoy convencido de que los primeros días no enfermé por un esfuerzo extraordinario de la voluntad. Constantemente estaba febril, mi cabeza ardía; de noche no podía dormir y caía en un estado de abatimiento profundo. Al amanecer, a la hora de diana, me levantaba con las ropas húmedas y el pelo mojado; sentía dolores en todas las articulaciones y una gran postración.

Ella misma admiraba su laboriosidad. ¿Quién podía haber supuesto años antes tales cualidades en la dueña del lujoso palacete de la Avenida del Bosque, que los más de los días se levantaba á las tres de la tarde?... Todo se lo debo á mamá. Me eduqué en un colegio de Inglaterra cuando era de moda sustituir el ejercicio físico de los sports con los trabajos domésticos.

Aconséjate con tu tía, y ella te dirá que lo que estás pensando es un disparate». Maxi estaba muy caviloso por ciertas cosas que en su mujer notaba. Hacía días que apenas levantaba ella los ojos del suelo y su mirar revelaba una gran pesadumbre. De repente, una tarde que volvía Rubín de la botica, al subir la escalera la oyó cantar.

Algunas daban de mamar a sus hijos. El tipo de todas aquellas mujeres variaba poco: cara redonda y morena, nariz remangada, cabellos negros y ojos negros también, muy salados. Cada cierto número había una maestra, que se levantaba a nuestro paso. La principal del taller nos acompañaba. Desde que comenzamos a caminar por aquel gran salón de paredes desnudas y sucias, observé un chicheo constante.

«L'appetit vient en mangeant» dijo Melchor, mientras levantaba en toda la extensión de sus brazos los tenedores con que pretendía sacar de la fuente los kilométricos tallarines. ¿Qué vino gustan tomar? preguntó Baldomero, haciendo una verdadera gambeta a la sentencia de Melchor. Gracias, tomo agua dijo Lorenzo. Y yo también. Para cualquiera. dijo Ricardo.

Se bebía una taza de caldo y en seguida se disponía a escribir, sin levantarse de la cama, sostenido por varias almohadas. Tenía a su alcance muchos lapiceros, y trabajaba hasta las nueve de la noche, hora en que se levantaba para ir a pasar el resto de la noche en alguna taberna de Montmartre.