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Actualizado: 12 de septiembre de 2024
No me ha dejado terminar... Ha adivinado desde la primera palabra... Chichí se presentó, atraída por el grito, para ver cómo su padre se escapaba de los brazos de su esposa, cayendo en un sofá, rodando luego por el suelo, con los ojos vidriosos y salientes, con la boca contraída, llorando espuma.
Aunque usted no lo crea, le diré que ya mi alma la había adivinado, que ya su imagen pura y graciosa flotaba vagamente en lo íntimo de mis pensamientos. ¡Pero qué lejos estaba de sospechar, cuando por vez primera fijó usted en mí sus ojos brillantes, lo que había de suceder tan presto!
Por otra parte, los millones de su abuelo «el gallego», algo roídos por su padre el criollo, se estaban deshaciendo entre sus manos. Esto dura demasiado, capitán. Al principio había creído en una guerra de seis meses. Las balas le importaban poco; lo terrible era el piojo, el no mudarse la ropa, el verse privado del baño diario. ¡Si él hubiese adivinado!...
Si la madre de Juana hace mucho que no figura en las páginas de este relato, es porque no teníamos nada que decir que el lector no haya adivinado. Una palabra bastará, sin embargo, para llenar este vacío. La señora de Latour-Mesnil se moría poco a poco, a causa del bello casamiento que le había hecho hacer a su hija. Sufría de una afección al hígado, complicada con graves desórdenes del corazón.
Porque, como el lector habrá ya adivinado, no obstante los enredos de la tramposa señora, los compromisos de esta con el Gobierno eran tan reales y positivos como había asegurado dos días antes la condesa de Mazacán en casa de la duquesa de Bara.
¿Y que me importaría eso, si la ama? No se puede querer dos veces. Sin embargo, sucede. ¡Oh, no lo creo; sería espantoso! Mi pobre cura, soy muy desgraciada. ¿Se lo has dicho a tu tío? No; pero ha adivinado lo que pasaba por mí. Y de todos modos ¿para qué? No puede obligar a Pablo a quererme y olvidar a su hija. Yo no quisiera que supiese que le amo; preferiría morir.
Además, había adivinado también que el ex-capitán profesaba un afecto vivísimo a su sobrina Maximina, bien pagado por parte de ésta: ambos se comprendían admirablemente, con sólo mirarse, y se tributaban todas las pruebas de cariño que podían. Y digo podían, porque doña Rosalía estaba al tanto de este cariño y no manifestaba tendencias muy decididas a alentarlo.
¿Es por ese muchacho? se atrevió á preguntar con voz insegura, como si también sufriese una inexplicable emoción. Contestó ella con un leve movimiento de cabeza, sin apartar las manos de sus ojos. Miguel no necesitaba verlos. Había adivinado la verdad al sorprender en sus córneas las huellas del llanto.
Esta sería la ocasión de pensar en el de los niños: Enrique y Pedro podrían venirse con él a Madrid, y Luisito, el chiquitín, su niño querido, su ojito derecho, podría quedarse allí hasta que se graduara de bachiller... Pero de esto ya hablarían despacio, porque pensaba... ¡Ah!, pensaba... ¿No lo había ella adivinado?... ¿El corazón no se lo había dicho?
El marino movió la cabeza: nada más justo. Te he engañado, Ulises... Yo no soy italiana. Ferragut sonrió. ¡Si sólo consistía en esto el engaño!... Desde el día en que se hablaron por primera vez, yendo á Pestum, había adivinado que lo de su nacionalidad era una mentira. Mi madre fué italiana. Te lo juro... Pero mi padre no lo era... Se detuvo un momento.
Palabra del Dia
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