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Si el reuma no le tenía postrado, salía, casi todos los días, a pescar en un bote de su propiedad: horas y horas se pasaba el ex-capitán fondeado cerca de tierra, inmóvil, con el aparejo en la mano, dejándose tostar por el sol y azotar por el aire.

Cenaron todos un poco tristes por la influencia melancólica de tales noticias, de los comentarios lúgubres con que las acompañó el ex-capitán miliciano, y de los presagios fatídicos que hizo.

Salió de la alcoba; no se pasaron dos minutos sin que se la oyese gritar desde la puerta: Ya he escrito, Miguel. Ahí está la contestación. Alzó los ojos y vio a la misma Maximina, a quien Julia empujaba hacia la cama. Detrás vio asomar la cara del hombre-pez, o sea de D. Valentín, el ex-capitán del Rápido, quien hacía todo lo posible por ocultarse detrás de las jóvenes.

Además, había adivinado también que el ex-capitán profesaba un afecto vivísimo a su sobrina Maximina, bien pagado por parte de ésta: ambos se comprendían admirablemente, con sólo mirarse, y se tributaban todas las pruebas de cariño que podían. Y digo podían, porque doña Rosalía estaba al tanto de este cariño y no manifestaba tendencias muy decididas a alentarlo.

Pero al poco rato volvió doña Rosalía a darle conversación, y sin que él la tirase de la lengua, soltola tan bién aquella bendita señora, que antes de concluir de cenar ya sabía Miguel todo lo concerniente a su vida. Doña Rosalía estaba casada con un ex-capitán de barco, retirado temprano del oficio porque el reuma no le permitía navegar.