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Emprendió la marcha, hundiendo en la nieve sus piernas mal abrigadas, aquellos pantaloncillos de verano roídos por los bordes, que apenas si disimulaban las grietas y descosidos de las botas. Sus pies se enfriaron al contacto de la nieve; a los pocos pasos creyó que marchaba descalzo.

Debe de estar aún en la cala. ¡Vamos a ver! Bajaron a la cámara de proa y pasaron después a la estiba; pero el salvaje no estaba ya allí. En el sitio que había ocupado se veían algunos trozos de cuerda deshilachados, como si hubieran sido roídos por unos dientes fuertes.

Cuando llegó al teatro aún estaba el pórtico cerrado, y ante él esperaban, devorados de impaciencia y roídos de mal humor, grupos de papás, manadas de niñeras y enjambres de chicos. Por fin, abrieron, y la puerta comenzó a engullir gente. Todos se apresuraron: nadie dio tantos codazos como don Juan.

Rendido de fatiga, con el estómago revuelto por el hedor, me metí en casa. Dentro de la quinta, había casi tantos insectos como fuera. Entraron por las aberturas de las puertas y ventanas, por los tubos de las chimeneas. Al borde de los tableros y en los cortinajes, roídos ya, se arrastraban, caían, volaban, trepaban por las blancas paredes, con una sombra gigantesca que hacía mayor su fealdad.

En la diestra llevaba una carabina de repetición. Cubría su cabeza un sombrero que había sido blanco, con los bordes desmayados y roídos por las inclemencias del aire libre. Un pañuelo rojo anudado al cuello era el adorno más vistoso de su persona. Su rostro, ancho y mofletudo, tenía una placidez de luna llena.

Su sombrero de majestuosa halda tenía los bordes roídos y las plumas rotas. Vió sus pies por debajo de la mesa, y como la falda se le había subido al sentarse, pudo contar los agujeros y los remiendos de sus medias. Uno de sus zapatos mostraba la suela perforada por el uso, con un pequeño redondel en el sitio correspondiente á los dedos.

De muy antiguo databa la resolución del Consejo de que siempre que saliera gente de a caballo de la ciudad, en servicio del Rey, «hubiese de ser su caudillo o adalid descendiente del noble Blasco Ximeno, el reptador, e no de otro linaje. Otrosí su pendonero o alférez». En la antigua iglesia de San Pedro puede verse la capilla de los Serrano y sus blasonados sepulcros vetustamente roídos.

Buscando detenidamente en la gruta y escudriñando los depósitos calcáreos, podemos hallar las cenizas y el carbón del antiguo hogar donde se agrupaba la familia naciente; al lado están los huesos roídos, restos de festines que se celebraron hace cientos de millares de años, y en un rincón cualquiera se encuentran los esqueletos de los seres que en él tomaron parte rodeados de sus armas de piedra, hachas, mazas y venablos.

Avanza lentamente un matrimonio de viejos: dos seres pequeñitos, arrugados, trémulos, que se detienen un momento, respiran con avidez, gimen é intentan seguir adelante. Ella, vestida de negro, con una capota de plumajes roídos por la polilla, se muestra la más animosa. Es enjuta y obscura; sus miembros, flacos y nudosos, parecen sarmientos trenzados.

Por otra parte, los millones de su abuelo «el gallego», algo roídos por su padre el criollo, se estaban deshaciendo entre sus manos. Esto dura demasiado, capitán. Al principio había creído en una guerra de seis meses. Las balas le importaban poco; lo terrible era el piojo, el no mudarse la ropa, el verse privado del baño diario. ¡Si él hubiese adivinado!...