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Actualizado: 14 de septiembre de 2024
No os podéis imaginar con qué tierna solicitud, con qué piedad respetuosa Germana le obligó a tomar algún dinero y la duquesa le vistió y le peinó para que fuese a cenar fuera de casa. Volvió a las dos de la madrugada. Su mujer y su hija oyeron unos pasos desiguales en el corredor. Pero ni una ni otra abrieron la boca y procuraron hacerse creer mutuamente que dormían.
Las máscaras os poned. CELIO. ¿Llamaremos? D. TELL. Sí. Llaman, y sale ELVIRA al paño. CRIADO. Ya abrieron. ELVIRA. Entra, Sancho de mi vida. CELIO. ¿Elvira? ELVIRA. Sí. CRIADO. ¡Buen encuentro! Llévanla. ELVIRA. ¿No eres tú, Sancho? ¡Ay de mí! ¡Padre! ¡Señor! ¡Nuño! ¡Cielos! ¡Que me roban, que me llevan! D. TELL. Caminad ya. Dentro. NU
Comprendió que algo grave pasaba. En efecto, el conde de Onís se moría, se iba por la posta, según decían sus deudos. El médico ordenó que le dispusiesen. A las seis de la tarde, cuando ya había oscurecido, las puertas del palacio de Onís se abrieron para recibir al sacerdote portador de la Sagrada Hostia, que venía en el carruaje de la casa.
Pero abrieron tamaños ojos al ver a Bettina dar lentamente la vuelta alrededor de los cuatro poneys, acariciándolos uno después de otro, suavemente con la mano, y examinando con aire de suficiencia los detalles del tiro... No le disgustaba a Bettina, debemos confesarlo, hacer algún efecto sobre aquella multitud de paisanos azorados.
Ya habían visto; ya podían afirmar que Monte-Carlo no guardaba secretos para ellos. Los empleados de levita negra abrieron una de las mamparas, saludando al príncipe como á un antiguo conocido. Era la primera vez que entraba en los salones de juego después de su vuelta.
Se detuvo junto a una reja, y al tocar ligeramente con los nudillos en sus maderas, se abrieron éstas, destacándose sobre el fondo oscuro de la habitación el arrogante busto de María de la Luz. ¡Qué tarde, Rafaé! dijo con voz queda. ¿Qué hora es?... El aperador miró al cielo un instante, leyendo en los astros con su experiencia de hombre de campo. Deben ser ansí como las dos y media.
Sus brazos se abrieron; dejó el trozo de granito que oprimía con fuerza, abrió desmesuradamente los ojos... y desapareció. ¡Gracia! ¡gracia! ¡Dios mío! ¡me ahogo! aulló el fraile que se debatía entre las olas. ¡Cómo! dijo el oficial , ¡aun vive el impío! ¡fuego, pues, por Santiago!
Subió los escalones de dos en dos y tiró del cordón de la campanilla. Eran las nueve de la mañana. En seguida le abrieron, con aquella franqueza y prontitud con que suelen abrir los pobres. Apenas tuvo tiempo de ver quién le abría. Se encontró ceñido por unos brazos que le estrechaban y abrumado por una boca que cubría sus mejillas de un diluvio de sonoros besos.
Eran pastores de cabras el rebaño del pobre que realizaban el milagro de poder subsistir, ellos y sus animales, sobre una tierra estéril. Más adelante ya no encontró ninguna vivienda humana. La soledad absoluta, el silencio de las tierras muertas, la profundidad misteriosa de la carencia de toda vida, se abrieron ante sus pasos para cerrarse inmediatamente, absorbiéndolo.
Se abrieron de golpe las persianas, lo que me permitió ver a Ruperto Henzar que, de espaldas a la ventana y tendiéndose a fondo, exclamó: ¡Para ti, Juan! ¡Y ahora te toca el turno, Miguel! ¡Acércate! Es decir, que Juan estaba allí, que había acudido probablemente en auxilio del Duque. Y en tal caso, ¿cómo había de abrir a tiempo la puerta del castillo?
Palabra del Dia
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