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A la faz terrosa del Duque había acudido un poco de color. Por la cabeza debieron pasarle ideas graves y tristes; pero en realidad no le pasó más que la siguiente: «Esta mujer me está dando una lección».

¿Qué delirio es ese? exclamó doña Luz . ¿Lo ha reflexionado D. Jaime? ¿Sabe que con un corazón como el mío no se juega? ¿Ha pensado bien que yo no puedo ser objeto de un capricho efímero, sino de una pasión que decida del porvenir de la vida toda? Si D. Jaime no lo supiera, no hubiera acudido a .

Ya en su despacho, donde nadie había acudido más que él, don Braulio, en vez de estudiar expedientes, estuvo largo tiempo sentado, con los codos sobre su bufete y las manos en las mejillas, estudiándose a mismo. Este estudio no debió de dar muy satisfactorio resultado.

Entre la muchedumbre que había acudido a despedir a los cantantes, se sintió Bonis, después que desapareció el coche en la oscuridad, muy solo, abandonado, sumido otra vez en su insignificancia, en el antiguo menosprecio.

La condesa viuda, llena de santa y dulce resignación, tuvo pronto una muerte ejemplar y cristiana. Durante algunos días reinó muy lúgubre animación en el castillo. A recoger los últimos suspiros de la egregia dama había acudido la mayor parte de sus hijos, yernos y nueras.

»Allí intervinieron y mediaron en nuestra contienda las personas de más respeto, que habían acudido y que en torno nuestro formaban corro, y casi nos obligaron a echar pelillos a la mar, a hacer las amistades y a convertir las casi homicidas manos en cariñosas, enlazándolas y apretándolas generosamente.

Habiendo acudido el dueño del taller al escuchar el rumor de la conversación, dio el notario su nombre, con tono bastante infatuado, y recordó que él había recomendado a aquel hombre por mediación de su tapicero.

Del un fuerte los nuestros han salido, Metiéndose en un grande y alto mato: Los ingleses al fuerte han acudido, Del otro fuerte vienen al rebato, Del mato vuelven ya con alarido; Duró la cruda guerra grande rato, Cayendo los ingleses luteranos Sin muerte, ni herida de cristianos.

Su alteza, acompañado de su tercera mujer, la reina Doña Leonor, hermana del César Carlos V, con más ricas y pomposas galas que nunca y circundado de brillante y vistosa comitiva, había acudido a la iglesia para presenciar la ceremonia religiosa y darle mayor lustre.

En el careo les había descubierto algunas contradicciones: mientras la Natzichet aseguraba que en el punto culminante de su explicación con la Condesa, oyendo la voz conturbada del Príncipe que llamaba, había disparado el tiro, temerosa de que al aparecer él ya no se le hubiera presentado otra oportunidad de deshacerse de su rival, el Príncipe afirmaba, por el contrario, haber acudido al oír el tiro desde lejos.