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¡Señor Juan, señor Juan! ¡estáis ahí, señor Juan, venid a ver nuestros poneys! ¡Ah! dijo Bettina, con voz algo incierta. Eduardo acaba de llegar de París, trayendo para los niños unos poneys microscópicos. Vamos a verlos, ¿queréis? Y salieron a ver los poneys, que, en efecto, eran dignos de figurar en las caballerizas del rey de Liliput. Han transcurrido tres semanas.

Madama Scott se sentó al lado de su hermana. Los poneys pateaban, bailaban, amenazaban encabritarse. Cuidado, señorita dijo Edwards; los poneys están muy briosos hoy. Ya los conozco respondió Bettina; no temáis. Miss Percival tenía la mano firme y suave a la vez, y muy segura.

Contuvo a los poneys durante algunos instantes, obligándolos a estarse quietos en su lugar; luego, envolviendo a los delanteros con una doble y larga ondulación de su látigo, los hizo arrancar de un solo golpe, con incomparable destreza, y salió magistralmente del patio de la estación, en medio de un prolongado murmullo de asombro y admiración.

Pero abrieron tamaños ojos al ver a Bettina dar lentamente la vuelta alrededor de los cuatro poneys, acariciándolos uno después de otro, suavemente con la mano, y examinando con aire de suficiencia los detalles del tiro... No le disgustaba a Bettina, debemos confesarlo, hacer algún efecto sobre aquella multitud de paisanos azorados.

El trote de los cuatro caballos sonaba sobre las piedras de Souvigny. Bettina, hasta la salida de la ciudad, les hizo marchar pausadamente, pero en cuanto vio ante dos kilómetros de camino llano, sin subida ni bajada, dejó los poneys ponerse progresivamente a gran trote... y llevaban un trote infernal. ¡Oh! cuán feliz soy, Zuzie.

Luego Bettina cambió bruscamente el curso de la conversación. ¿Enviaron el telegrama a Edwards ayer para los poneys? ; ayer antes de comer... ¡Oh! ¿me dejaréis manejarlos hasta el castillo? ¡me alegraré tanto de poder atravesar la ciudad y hacer una linda entrada al patio del castillo sin detenerme en la puerta!... decid... ¿querréis, verdad? , , convenido, conduciréis los poneys.

No, no todo lo demás, se me olvidaban los cuatro poneys, cuatro joyas, negros como tinta, con manchas blancas los cuatro en las cuatro patas; no tendríamos valor para separarnos de ellos. ¡Los atamos a un canasto y quedan preciosos! Bettina y yo los manejamos muy bien a los cuatro. ¿Puede una señora manejar, sin gran escándalo, por la mañana temprano, en el Bosque? Aquí se hace.

Pablo de Lavardens, al pasar al lado del carruaje, hizo a las dos hermanas un saludo de la más alta corrección, y que de lejos descubría al parisiense. Los poneys corrían tan ligero, que el encuentro tuvo la rapidez de un relámpago. Bettina exclamó: ¿Quién es ese señor que acaba de saludarnos? Apenas tuve tiempo de verlo, pero me parece que lo conozco. ¿Lo conocéis?

El paso de los poneys a través de la gran calle de la aldea había causado efecto; todos los habitantes se habían precipitado fuera de sus casas preguntándose con avidez: ¿Qué es eso; qué es eso? Algunas personas pensaban: Un circo ambulante, quizá... Pero de todos lados exclamaban: ¿Habéis visto qué bien iban?

¡Ah, que buena sois, mi Zuzie! Edward era el picador. Había llegado hacía tres días al castillo para la instalación de las caballerizas y la organización del servicio. Dignose salir al encuentro de madama Scott y miss Percival, trayendo los cuatro poneys con el carruaje, y esperaba en el patio de la estación con numeroso acompañamiento. Puede decirse que todo Souvigny estaba allí.