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Llegaban a esta puerta, cuando Bettina dijo a Juan, de repente: ¡Ah, señor! hace tres horas que tengo una pregunta que haceros. Esta mañana, de llegada, encontramos en el camino a un joven alto, delgado, de bigotes rubios; montaba un caballo negro y nos saludó al pasar. Es Pablo de Lavardens, un amigo mío.

Continuando su historia, Pablo hizo una entusiasta descripción del palacio, que era una maravilla... De mal gusto y de lujo chillón interrumpió madama de Lavardens. ¡Nada de eso, mamá, absolutamente!... Nada chillón, ni chocante. Muebles admirables, dispuestos con suma gracia y originalidad.

De manera que, como quería hacer buena figura, y llevar vida alegre en París, gastaba sus treinta mil francos entre los meses de marzo a mayo, y luego volvía dócilmente a someterse a la vida tranquila de Lavardens: cazaba, pescaba y montaba a caballo con los oficiales del regimiento de artillería que estaba de guarnición en Souvigny.

Bettina piensa en los jóvenes Turner, Norton, en Pablo de Lavardens, que dormirán tranquilamente hasta las diez de la mañana, mientras Juan recibirá este diluvio. ¡Pablo de Lavardens! este nombre despierta en su espíritu un recuerdo doloroso: el vals de la víspera... ¡Haber bailado así, cuando la pena de Juan era manifiesta!

Nada pudo distraerla, ni curarla de este amor que la consumía. El señor de Lavardens murió en 1869, dejando un hijo de catorce años, en el cual despuntaban ya todos los defectos y calidades de su padre. Sin estar seriamente comprometida, la fortuna de madama de Lavardens había disminuido considerablemente.

Los tres, muy apurados, descendieron del terrado, corrieron al castillo y llegaron en el momento en que el carruaje se detenía ante el portón. Y bien, ¿qué hay? preguntó madama de Lavardens. ¡Qué hay! respondió M. de Larnac, que no tenemos nada. ¿Cómo nada? interrogó la Marquesa bastante pálida y visiblemente conmovida. Nada, nada, absolutamente nada, ni unos ni otros.

Decídese y continúa hasta tres millones. Ahí se detiene, y se le adjudica la propiedad a M. Gibert. Arrójanse todos sobre él, lo rodean, lo abruman... «¡El nombre, el nombre del compradorEs una americana responde Gibert, madama Scott. ¡Madama Scott! exclama Pablo. ¿La conoces ? pregunta madame de Lavardens. ¡Si la conozco, si la... no, absolutamente!

Pablo de Lavardens, al pasar al lado del carruaje, hizo a las dos hermanas un saludo de la más alta corrección, y que de lejos descubría al parisiense. Los poneys corrían tan ligero, que el encuentro tuvo la rapidez de un relámpago. Bettina exclamó: ¿Quién es ese señor que acaba de saludarnos? Apenas tuve tiempo de verlo, pero me parece que lo conozco. ¿Lo conocéis?

Con tal motivo, la Condesa vendió su casa de París, y se retiró al campo, donde vivió con mucho orden y economía, consagrándose por completo a la educación de su hijo. Aquí también le esperaban nuevas penas y tristezas. Pablo de Lavardens era inteligente, amable y bueno, pero absolutamente rebelde a toda obligación y a todo trabajo.

Madama Norton acababa de instalarse en el piano para hacer bailar un poco a los jóvenes. Pablo de Lavardens se acercó a miss Percival. ¿Queréis hacerme el honor, señorita? ¡Ah! Creo haber prometido este vals al señor Juan. En fin, ¿si no es con él... será conmigo? Convenido. Bettina se dirigió hacia Juan que se había sentado cerca de madama Scott. Acabo de echar una gran mentira.