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El piano sonó también casi todo aquel día, y al siguiente la señora marquesa, acompañada del caballero cacoquimio, del niño músico, de las dos criadas extranjeras y del perro, partió para Córdoba; y el caserón de Aransis se quedó otra vez solo, frío, obscuro, mudo, como inagotable arca de tristezas que, después de saqueada, conserva aún tristezas sin número. Capítulo X Sigue Beethoven

Ella era la única que poseía el secreto de mis tristezas; sólo ella sabía darme aliento y ánimo. Frecuentemente me encerraba yo en mi recámara para dar rienda suelta a mis cavilaciones y melancolías. Allí pasaba yo horas y horas. ¿Estás enfermo? me preguntaban las tías. Di que tienes.... «¡Vaya si soy desgraciado! pensaba yo, tendido en el lecho.

La he ocultado cuidadosamente mis tristezas y mis temores, como el señor Roussel disimulaba delante de usted sus agitaciones.... Pero, Dios mío, señorita, ¿por qué esa hostilidad? ¿Qué son ustedes el uno para el otro? Somos primos hermanos y hemos estado para casarnos. Mauricio no encontró una sola palabra que responder.

Y la pobre mujer, con los ojos empañados, apenas hallaba voz en su garganta para decirme esto. ¡A buena puerta había llamado yo para curarme de tristezas! Agravadas las que había sacado de mi habitación con el contagio de las de Facia, apartéme de ella con dos fórmulas de consuelo, que para hubiera querido yo, y fuime en derechura a la cocina.

Todo esto era histórico; ya sabía Bonis que si algún día se le ocurría escribir sus Memorias, que no las escribiría, ¿para qué?, habría que omitir lo de las bofetadas, porque en el arte no podían entrar ciertas tristezas de la realidad excesivamente miserables, y lo que es sus Memorias, o no serían, o serían artísticas; pero omitiéralas o no, las bofetadas eran históricas.

Así vivía Ana. Benítez desde que desapareció el peligro inminente, visitó menos a la viuda. Servanda y Anselmo eran fieles, tal vez tenían cariño al ama, pero eran incapaces de mostrarlo. Obedecían y servían como sombras. Le hacía más compañía el gato que ellos. Frígilis era el amigo constante, el compañero de sus tristezas. Hablaba poco. Pero a ella la consolaba el pensar: «está Crespo ahí».

Porque esta raza grave y melancólica no gustaba de entretener al público con las propias tristezas o alegrías.

Así, me he dicho, he comenzado en una aurora dulce y brillante, y así voy a acabar como este día en las tristezas de una tarde nebulosa. A esta idea, me he representado, con extraordinario vigor, las sensaciones nuevas de mis primeros años; he rebuscado en mi memoria los jóvenes deseos, las esperanzas ingenuas de un alma virgen, y me he mecido en estos recuerdos.

Aquél no le había escrito ni una sola carta, faltando a su solemne promesa. ¡Ingrato! ¿Qué le costaba poner dos letras diciendo, por ejemplo: Estoy bueno y te quiero siempre? Pero nada, ni siquiera esto... Revelaba estas tristezas a su única confidente, Aurora, en aquellos ratos de charla sabrosa que las señoras mayores les permitían.

Llegada la noche, el viento gime dolorosamente formando eco, y acaso despertando las tristezas de tu alma... No quieres dormir ni tienes sueño, y recelas que al reclinar la cabeza en la almohada se pueble tu pensamiento de recuerdos amargos y esperanzas frustradas. ¿A quién le faltan en la vida días negros, estériles para el trabajo, en que la soledad trae de la mano a la melancolía?