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Sus brazos eran débiles, sus manos delicadas; ni siquiera poseía el vigor físico de un mozo de cordel para ganarse la subsistencia. Recordaba con amargura las declamaciones que muchas veces había leído sobre la miseria de los desheredados de la clase obrera. ¡Ay! Ellos, al menos, no perecían de hambre en medio de la calle.

Hay además quien asegura que Putifar era muy buen letrado, que poseía casi toda la ciencia de los egipcios, y que compuso memorias sobre las inundaciones del Nilo y sobre otros puntos no menos importantes. Pero todo esto se ha olvidado y ya nadie le recuerda ni le nombra, sino a causa o por culpa de su mujer.

Tenía la misma digna valentía que su hermana que le impedía quejarse; pero no poseía el don maravilloso de ser caritativa con los que la lastimaban, que daba margen a que los martirios de Magdalena se convirtieran en sacrificios.

En cambio, Rosa, que poseía singular aptitud para remedar los gestos y ademanes de cuantas personas veía, una vez que entró en confianza, se puso a imitar los de Andrés con tal gracia y perfección, que pudiera competir con el mejor cómico de Madrid.

Los que poseía, siempre que salía a la calle a pie, se entregaban, mira a un lado, mira otro, a un trabajo abrumador superior a sus fuerzas. Pero con el tiempo, había ido adquiriendo alguna confianza. Valentina no salía apenas de casa. En romerías y bailes, después de su deshonra, no la había visto nadie.

Arrastraba las notas de un modo irresistible, indicando bien claramente que, a pesar de su arrojado y belicoso temperamento, poseía un corazón sensible a las dulzuras del amor.

Pero ¿de que servían los rudimentos de esta ciencia madre a las preciosas Josefa y Rosita, si no les cabía en la cabeza que ellas careciesen de cosas que la hija del duque de Tal poseía en abundancia?

Una de las cosas que más coadyuvaban a infundir el terror en los pequeños y cierto respeto, no exento de miedo, en los grandes, era el caballo que el barón poseía; un caballo de ojo ardiente y feroz y de genio tan furioso que nadie osaba montarle más que él y su amigo Fray Diego, que había servido en caballería.

Bien lo comprendía la enferma; así, desde el primer día empezó a adiestrarse en la soberbia máquina de Singer que Emilia poseía. ¡Bien, bien! Con un poco de aplicación llegaría a dominarla. Al siguiente, otro papelito: «R

Y así Sevilla, y Valencia, y Medina del Campo, famosas por su feria y sus industrias continuaba Gabriel . Sevilla, que en el siglo XV poseía dieciséis mil telares de seda, llegó en el XVII a no tener más que sesenta y cinco.