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Actualizado: 17 de septiembre de 2024
Los indianos de Sarrió permanecían por entero indiferentes, adormecidos por aquella vida holgazana y metódica en que el recuerdo de sus trabajos y penalidades de América les llenaba algunas veces de horror, y hacía más amable todavía su situación actual. ¡Qué les importaban a ellos las votaciones del ayuntamiento, las perrerías que El Faro y El Joven Sarriense se lanzaban, ni los chismes que sin cesar traían conmovida a la villa!
Con triste sonrisa se inclinó el veterano y besó la mano que ella le tendía, diciendo con cariñosa y conmovida voz: Alegre o triste, feliz o desgraciada, ¡Dios proteja siempre a Vuestra Alteza! Hizo una pausa y añadió, mirándome y cuadrándose como un soldado: Pero ante todo y sobre todo está el Rey. ¡Dios lo proteja!
Y antes de que pudiera impedirlo, Huberto le tomó la mano y la llevó a sus labios balbuceando en un soplo: ¡La adoro! Aquella noche María Teresa tardó mucho en dormirse. Le parecía oír aún la voz conmovida de Huberto y las frases que había pronunciado. ¿Era, pues, verdad? ¿La amaba, ponía en ella sus secretas esperanzas?
Más que guerrero, aparentaba ser hombre de estudio, y su frente, que sin duda encerraba altos y delicados pensamientos, no parecía la más propia para arrostrar los horrores de una batalla. Su endeble constitución, que sin duda contenía un espíritu privilegiado, parecía destinada a sucumbir conmovida al primer choque.
Me contempló con fijeza, se sonrió, y me dijo: ¡Tú también! Y luego se volvió a su rincón, y entonó su eterna melodía. Y entonces, cerca de mí, a mis espaldas, me estremeció una voz de mujer. Aquella voz había pronunciado, conmovida y trémula, una palabra de conmiseración para la pobre loca. Aquella voz me hizo temblar; me volví y vi delante de mí una mujer, un viejo y un niño.
La palidez, la energía de las facciones del jesuita, sus ropas negras, su valor quizás contuvieron un instante al populacho. Aquella repentina quietud parecía la perplejidad del arrepentimiento. El jesuita dijo con voz sonora y conmovida: ¿qué queréis? Difícil era contestar a esta pregunta con palabras. Los sicarios no sabían bien lo que querían.
La niña escuchaba siempre con los ojos cerrados. Ramoncito, cada vez más inflamado, al terminar esta brillante enumeración se inclinó hacia su adorada y le preguntó en voz baja y conmovida: ¿Me quieres, preciosa, me quieres? La niña no contestó. ¿Me quieres? ¿me quieres? volvió a preguntar. Esperancita, sin abrir los ojos, respondió al fin secamente: No. #Una que se va.#
Al fin y al cabo eran sus beneficios de usted los que yo repartía, porque todo lo que poseo es de usted; pero, conmovida ante las desgracias de una pobre familia y no queriendo aumentar más aún sus cargas, que hartas limosnas hace usted, he acudido a mis recursos para gozar también del placer de hacer bien. ¿No hubiera sido una injusticia que recogiese yo todo el fruto robándole un reconocimiento al cual sólo usted es acreedora? ¿Qué podría hacer yo por los desgraciados si usted no hubiese hecho tanto por mí?»
Pero ¿qué piensas hacer, hija mía? ¿Qué frenesí es el tuyo? preguntó doña Inés, muy conmovida y cariñosa. Ya lo verás, si quieres contestó Juanita . Todo lo tengo pensado; mas no has de saberlo como no lo veas. ¿Y cómo? ¿Y dónde? Ven conmigo a mi casa. Sólo faltan algunos minutos para que llegue la hora de la cita. Con tu presencia me infundirás valor. Eso ya es otra cosa respondió doña Inés.
Y al decir esto Flora besó conmovida sus propios dedos que había puesto en cruz. Jacinto vió de repente todos los ángeles y arcángeles, serafines y querubines, tronos y dominaciones del cielo.
Palabra del Dia
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