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Decir á un chamorro, y sobre todo á una chamorra, que las aguas donde arrojaron al jesuíta no tienen el color de sangre, y os mirará con la lástima de creer trata con un loco. Al Padre Diego sucedió en la dirección de la misión, el jesuíta Fray Francisco Solano, el cual continuó la obra de su antecesor con fe y perseverancia.

Al poco tiempo su alma ardiente, sagaz, voluntariosa, simpatizó con la de Luis, tímida, infantil, llena de piedad y ternura. Más maestra en el arte de hacerse amar que la niña de Estrada-Rosa, logró pronto inspirar al conde confianza y afecto; le envolvió en una malla espesa de confidencias, no sólo referentes a sus amores, sino de toda la vida. Le confesó tan bien como el más hábil jesuita.

Y aun así, aun en esta bajeza, la predilección precedería á la elección, y todavía, sin elevarse sobre tan bajos motivos, ó carecería de juicio el que se hiciese jesuíta, ó consideraría que el serlo era mejor profesión ó carrera que todas las otras que hubiera podido seguir.

Los jóvenes salidos de Deusto hablaban con fruición de ella y de los millones del padre. «¡Qué magnífico bocado!» Y cada uno acariciaba la posibilidad de que le tocase la lotería del matrimonio, en un país donde casi nadie se casa por amor y las uniones entre ricos son negocios vulgares convenidos por las familias con la ayuda y buen consejo de algún padre jesuíta.

... al fin había sido jesuita...». Quintanar acabó por comparar el poder del Provisor en el caserón de los Ozores, con el que tuvieron los jesuitas en el Paraguay. «, mi casa es otro Paraguay». Y cada día se encontraba más incapaz de oponerse a la perniciosa influencia. No sabía más que poner mala cara y parar poco en casa.

Lleváronse a la niña; la marquesa y el jesuita se arrodillaron y comenzaron a rezar la recomendación del alma; a las once menos cuarto, sin ningún estremecimiento, sin verdadera agonía, sin soltar de las manos el crucifijo, abrió un poco la boca y expiró.

Era una de las obras más notables que se habían publicado en el siglo: las «Respuestas á las objeciones más comunes contra la religión» del Padre Segundo Franco, un jesuíta italiano, de inmenso talento.

De buena gana nos hubiéramos estado allí hasta las once; pero las torres de la Compañía seguían llamándonos, y no era cosa de desairarlas cuando alguno de nosotros acababa de cobrar en Madrid fama de jesuíta. Continuamos, pues, nuestra marcha en aquella dirección, tomando por una solitaria calle, que creo se llamaba de Sordolodo.

Y mientras la joven iba soltando con automática regularidad los pecados de siempre, murmuraciones en las visitas, mentiras sin importancia, deseos de humillar á las amigas, desobediencias á su madre, miraba á través de la rejilla al famoso jesuíta, su cara sin una arruga, la nariz aguileña, aquella sonrisa dulce que parecía acariciar, pero que á ella le causaba cierto miedo, como si fuese una tenaza irresistible que extraía las verdades por hondas que se ocultasen.

Preparose durante varios días con libros que consideró del caso, leyó al Padre Larraga y al jesuita Roothaan, consultó varios sermonarios de Santander, Eguileta y Pantaleón García, hizo acopio de frases sabias, citas de los Santos Padres y hasta de figuras retóricas, escogiendo tropos, hipotiposis y apóstrofes que dieran color a sus períodos, después de lo cual fijó el tema de la oración, fundándola en aquellas palabras famosas: Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.