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De los siete mil habitantes del Callao, según las relaciones del marqués de Obando, del jesuíta Lozano y del ilustrado Llano Zapata, no alcanzó al número de doscientos once años, contados desde la fundación de la ciudad por las olas.

Bien, ¿y qué más? dijo el jesuíta cuando ella se detuvo dando por terminada la enumeración de sus pecados. Nada más, Padre. No recuerdo otros pecados. Rebusca bien en tu conciencia, hijita. ¿Nada de nuevo ha ocurrido en tu vida desde la última vez que nos vimos? Piénsalo.

A coronarnos, , pero de espinas; á descansar, , pero sobre una cruz. Aquí acabo, porque desde aquí deben comenzar los deseos de un Jesuita indiano. Pidamos á Dios y á su Madre Santísima que destierre de nuestro corazón todo otro afecto y no deje en él sino el ardientísimo deseo de padecer por amor de quien nos amó hasta dar por nosotros la vida

Pero había que sacarle de San Marcos; lo aseguraba Paula, el mozo lo deseaba, y sobre todo la salud quebrantada del aprendiz de jesuita lo exigía. Se le sacó y entró en el Seminario, a terminar la teología.

Acompañados del Padre jesuita Juan de Soto, que desempeñaba el cargo de cirujano, marcharon pues solícitos los naturales de Santa-Cruz contra los enemigos de los Moxos, y no tardaron en regresar triunfantes.

El segundo, abrir por aquí camino más breve para las Misiones de los Chiquitos, cosa que siempre sumamente se ha deseado, por evitar la suma distancia que hay por el camino de Tarija, porque se presumía que los Zamucos se acercaban mucho al Chaco y al Pilcomayo, y por allí también entró en esta ocasión un Jesuita para venirse á encontrar con los demás.

Escuchábala el jesuita impasible con las manos metidas en las mangas, clavando en ella de cuando en cuando la mirada de sus ojos, aguda como la punta de una lanceta, que hacía a Currita ladear los suyos, ora bajándolos, ora paseándolos por las paredes del cuarto.

Sollozos más hondos y desgarradores fueron la respuesta. El Padre Arrigoitia estrechó cariñosamente las manos de la afligida. ¿Me promete usted...? murmuró con ardiente súplica, con la autoridad toda de su voz, acostumbrada a mandar en los espíritus. , respondió Lucía.... Me iré mañana... pero déjeme ahora desahogar..., me muero. Llore usted contestó el jesuita . Ensanche ese corazón.

En contestación á esta merced, otorgada por Doña Mariana de Austria, escribió el jesuíta una sentida carta al Padre Nitarht, haciéndole presente participara á su Reina que en él espacio de pocos meses y debido á su protección, había en las islas entre bautizados y catecúmenos 34.000.

Que entren ellos... ¿Para qué has de ir ?... Abrióse entonces la puerta para dar paso a una extraña figura que sorprendió a la marquesa e hizo a Diógenes echarse atrás en la almohada, al verla adelantarse hacia él extendiendo los brazos: hubiérase dicho que la muerte en persona, cubierta con la sotana de un jesuita, se presentaba en el aposento.