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Actualizado: 6 de mayo de 2025
Escuchábala el jesuita impasible con las manos metidas en las mangas, clavando en ella de cuando en cuando la mirada de sus ojos, aguda como la punta de una lanceta, que hacía a Currita ladear los suyos, ora bajándolos, ora paseándolos por las paredes del cuarto.
Esperaría a que el molesto transeúnte se fuese por otra calle. Y mientras tanto, escuchaba a Tónica, cuidando de ladear el paraguas para que la cubriera bien, y mirando al suelo, como encantado por el trozo de enagua blanca al descubierto y las pequeñas botinas que saltaban los charcos con una graciosa ligereza de pájaro.
No tenía Fernando más que ladear un poco la cabeza, volviendo los ojos al interior de la cubierta, y recibía en su olfato inmediatamente la esencia de los licores que burbujeaban con mezcla de soda en las mesas del café, el perfume de agua de Colonia que iban esparciendo las mujeres, como un recuerdo de su baño matinal.
Era el coronel, que escuchaba con cierta autoridad, balanceando el cráneo para conceder su aprobación al célebre tenor. Pero no estaba solo: le vió ladear el rostro hacia una cabellera rizada y una sarta de gruesas cuentas de ámbar. ¡Ah, traidor!... Indudablemente, la hija del jardinero.
Y apenas lo hube pensado y deseado, acudió la mariposa más gentil y juguetona que he visto en mi vida; y revoloteando en torno de la rosa, se posó en su seno, sin ladear apenas el flexible tallo, y libó la miel del cáliz de oro. Noté, sin embargo, que esto no bastaba. De la rosa se desprendía exquisita fragancia, que iba disipándose por el ambiente y que el céfiro esparcía en sus alas.
Aquel muchacho iba a perder lo único que tenía notable: el valor, el atrevimiento. Le habían visto encoger el brazo instintivamente en el momento de llegar al toro con el estoque; le habían visto ladear la cara con ese movimiento de pavor que impulsa a los hombres a la ceguera para ocultarse el peligro.
Palabra del Dia
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