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Como que es un conjunto de predicadores, y no baja de ocho a diez sermones los que se oyen por día, todos sobre la cosa pública, amiga mía, y criticando, criticando, que es lo que a me gusta. Habrá Cortes dije yo porque en la Isla están pintando y arreglando el teatro para salón de sesiones. ¿Pero es en un teatro? Yo pensé que en una iglesia dijo doña Flora.

Señora repuso con iracunda voz el estafermo , los hombres como yo se endulzan con acíbar la lengua, y el corazón con desengaños. Doña Flora quiso reír, pero no pudo. Con desengaños, señora añadió D. Pedro , y con agravios recibidos de quien menos debían esperarse. Cada uno es dueño de dirigir sus impulsos amorosos al punto que más le conviene.

De aquí en adelante dije yo seré respetuoso, comedido y circunspecto, como don Pedro. Doña Flora me ofreció un dulce, pero viose obligada a poner punto en la cuestión, porque otras damas, que como ella pertenecían a la clase de plazas desmanteladas y con artillería antigua, intervinieron inoportunamente en nuestro diálogo.

Y se puso á cascarlas con sus blancos y menudos dientes. No por qué te enfadas prosiguió al cabo de un instante. Ya debías estar acostumbrado á mis cosas... , Jacinto, te empeñas en comer los higos cuando están verdes y ¡claro! no tiene más remedio que saberte agrios. ¡Eres tan despreciativa, Flora!

Soy yo, Flora respondió la voz de Jacinto de Fresnedo. ¿Puedes abrir? La joven tardó unos instantes en contestar como si vacilara. Perdona, Jacinto. Nos íbamos en este momento á acostar, porque ya es un poco tarde. ¡Niña! exclamó desde la cocina el abuelo. Eso no está puesto en razón. En mi tiempo nunca se dejó marchar á un mozo que viene de lejos sin convidarle á descansar. Abre á ese muchacho.

Era como un lago de leche cuyas ondas reposaban en el asiento de una inmensa taza de esmeralda. Todo murmuraba y sonreia en derredor, miéntras que al pié todo era misterio bajo el sudario que cubria una parte del lecho de Flora todavía dormida en el fondo del valle.

De todos modos, digámoslo con entereza, importaría poco aquel año que el soplo de la primavera corriese ó no corriese por el valle de Laviana. Bastarían los ojos incomparables de Demetria para iluminarlo todo bien claramente; bastaría la risa argentina de Flora para tornarlo alegre y regocijado como ningún otro valle de la tierra. Sin embargo, mucho negro había en el valle de Laviana este año.

D. Alonso y su esposa corrieron a auxiliarla, ocultando su pesar en el fondo del alma. Doña Flora se entristeció, y llamándome aparte para cerciorarse de que mi persona volvía completa, me dijo: «¿Con que ha muerto ese caballerito? Ya me lo figuraba yo, y así se lo he dicho a Paca; pero ella, reza que te reza, ha creído que lo podía salvar.

Otras muchas zagalas, unas con sus galanes, otras sin ellos, se habían bajado también de la romería cansadas de bailar, y andaban por allí diseminadas á la sombra de los árboles. Entre ellas se hallaba Flora, la linda y desdeñosa morenita huéspeda de D.ª Robustiana.

Parecía que era sustancia humana pero de una humanidad ruda, primitiva, inferior, hundida hasta el cuello en la ignorancia y en la materia la que nutría y hacía brotar con tan enérgica pujanza y savia tan copiosa aquella flora lúgubre por su misma lozanía.