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Hay pueblo que no daría los haberes de comunidad por 100.000 pesos de plata sin poner en cuenta las casas, tierras, ni muebles, sino solamente los ganados, plantíos, frutos y efectos comerciables, y el que menos no bajará de 35.000.

Luego ella, con miradas displicentes y poniendo a todo reparos, como quien sabe que aquello no ha de ser jamás suyo, inspeccionó el gabinete. Sin embargo, en su interior, quedó maravillada y envidiosa. Nunca había visto muebles tan ricos. Eran pocos, pero elegantísimos.

Inmensos carros de mudanza vinieron de París cargados de muebles y tapices. Cuarenta y ocho horas antes de la llegada de madama Scott, la señorita Marbeau, directora de correos, y la señora Lormier, la alcaldesa, se habían deslizado en el castillo, y sus descripciones enloquecían a todo el pueblo.

El capitán Bedoya, el gran anticuario, murmuraba del salón amarillo diciendo: «La Marquesa se empeña en llamar aquello estilo de la Regencia; ¿por dónde? como no sea de la regencia de Espartero...». Los muebles eran lujosos, pero estaban maltratados y lo que era peor, desde el punto de vista arqueológico, convertidos en flagrantes anacronismos.

Más allá una cómoda y sobre ella un San José de madera con su correspondiente niño, algunos paquetes de periódicos y dos grandes caracoles de mar. Otros muchos muebles había, de los cuales no se hace mención por no ser prolijos.

De su dormitorio habían ido desapareciendo poco á poco todos los muebles que significaban ostentación ó comodidad.

Juan no había llevado la vela de su cuarto; en el de ella, aunque espacioso, puesto como de fonda, con pocos y baratos muebles, no lucía más que la llama temblorosa de una bujía, colocada sobre un veladorcito, en tal disposición, que dejando en sombra los rincones, daba de lleno en el rostro de Cristeta, iluminaba la cama, la mesa de noche y el sofá en que estaban sentados los amantes.

Los dos abandonaron la tienda, trémulos de emoción por las adquisiciones que acababan de realizar. Por fin, iban a tener una casa, a ser dueños de algo. Comenzaban una vida nueva. Antes de dos horas tendrían los muebles en su casita, en aquel nido próximo a las nubes.

Su buena suerte le enviaba á este tonto para que la entretuviese con su conversación durante una tarde larguísima, que sin esta visita hubiese resultado de monótona soledad. Al entrar en el salón, Moreno acarició los muebles con una mirada dulce y protectora, como si le perteneciesen.

Luego dirigió una mirada a los pobres muebles y blancas paredes de su cuarto, y suspiró pensando: «¡Quién sabe! ¡El beso de hoy me ha parecido beso de cariño!» <tb> Don Juan se retiró como chico a quien dan cañazo en la escuela. «¿Qué mujer es ésta? se decía al entrar en su casa . ¿La coqueta más temible del mundo, o una desdichada que fluctúa entre el deber y el amor?