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Su existencia habría sido tolerable, si no hubiera amado tanto a su marido; pero lo amaba demasiado, y sólo consiguió fatigarlo con sus halagos y cariños. El continuó su vida antigua, que por cierto era bastante desordenada. Así pasaron quince años de eterno martirio, soportado por madama de Lavardens con toda la apariencia de una apacible resignación; resignación que no existía en su corazón.

Bueno, ya estamos en casa. Buenas noches, Zuzie, hasta mañana. Madama Scott fue a ver a sus hijos, y a besarlos dormidos. Bettina permaneció largo tiempo de codos en el balcón. Me parece se decía, que voy a tomar cariño a esta aldea. Al día siguiente, por la mañana, a la vuelta del ejercicio, Pablo de Lavardens esperaba a Juan en el patio del cuartel.

Y las instancias de Juan fueron tan vivas, tan conmovedoras, que el notario consintió en tomar de las rentas la suma de dos mil cuatrocientos francos que todos los años, hasta la mayor edad de Juan, se dividió entre la anciana Clement y la joven Rosalía. Madama de Lavardens se condujo perfectamente en esta circunstancia.

El anciano sacerdote habría deseado tener a Juan a su lado, y su alma se desgarraba al pensar en la separación; ¿pero dónde estaba el interés de Juan? era lo único que debía preguntarse. Lo demás no era nada... Llamaron a Juan. Hijo mío le dijo madama de Lavardens, ¿quieres venir a vivir conmigo y con Pablo durante algunos años, en París?

El señor de Lavardens vino a invitarme para este vals, y le respondí que os lo había prometido... , ¿no es verdad, queréis? ¡Estrecharla en sus brazos, respirar el perfume de sus cabellos!... Juan estaba desesperado... No se atrevió a aceptar. Siento, señorita; mas no puedo... no me encuentro bien esta noche. He venido por no partir sin despedirme; pero bailar es imposible.

Según dicen, ellos pueden gastar cien mil francos por día. ¡Y esos son nuestros vecinos! exclamó madama de Lavardens. ¡Una aventurera! Y no es nada eso todavía... ¡una hereje, señor abate, una protestante!

Hasta entonces el cura creía que no podía haber en el mundo nada más suntuoso que el palacio episcopal de Souvigny, que los castillos de Lavardens y Longueval... Y ahora comenzaba a comprender, según lo que oía contar de los nuevos esplendores de Longueval, que el lujo de las grandes casas de hoy, debía sobrepasar extremadamente al lujo serio y severo de las viejas casas de antes.

Juan era inteligente y laborioso, e hizo tales progresos, que sus dos profesores, el cura sobre todo, al cabo de algunos años se inquietaron, pues su discípulo sabía ya casi más que ellos. Por ese tiempo fue la Condesa, después de la muerte de su marido, a establecerse en Lavardens, trayendo un preceptor para su hijo Pablo, el cual era un hombrecillo precioso, pero de los más perezosos.

Se iba a la ciudad, a casa del abogado de la Marquesa, para conocer el resultado de la venta, para saber quiénes eran los nuevos propietarios de Longueval; quedábale todavía un kilómetro que correr antes de llegar a las primeras casas de Souvigny; pasaba por el parque de Lavardens, cuando oyó sobre su cabeza voces que lo llamaban. ¡Señor cura, señor cura!

Las modistas y las grisetas de provincia reemplazaban, sin hacérselas olvidar, a las cantoras y cómicas de París. Buscando un poco se encuentran aún grisetas en las provincias, y Pablo buscaba mucho. Apenas estuvo el cura en presencia de la señora de Lavardens, díjole ésta: Yo puedo, sin esperar la llegada de M. de Larnac, deciros los nombres de los compradores de Longueval.